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El vuelo del cuervo I

  • Iris Vilà
  • 1 mar 2014
  • 3 Min. de lectura

La tarde se presentaba nublada, con ganas de derramar sus lágrimas de lluvia sobre el pequeño pueblo de Whispereen. Un extraño personaje hacia mucho rato que estaba delante de la posada, con la mirada fija dentro, como si estuviera ocurriendo algo de suma importancia. Apoyado en un alto fresno con las piernas y brazos cruzados tenia un aire peculiar, misterioso, oscuro,... Oh! Y por fin el cielo se decidió y una gota grande cómo una canica cayó, y otra, y luego otra, y el verde jardín de la posada quedó empapado, también el oscuro personaje que no se movió ni apartó su fija mirada del interior. La chimenea empezó a humear más fuerte y el delicioso aroma de comida recién hecha se escapaba por debajo de las puertas y ventanas llamando a viajeros hambrientos en la búsqueda de cobijo. La posada se llenó, alguien sacó un violín e improvisó unas melodías mientras la gente reía y comía olvidando la lluvia torrencial del exterior. Cayó la noche de sorpresa y los juegos de azar y las apuestas empezaron a inundar las mesas y después de una pelea con olor a alcohol la gente fue desapareciendo a sus dormitorios.

Nuestro personaje, que no se había inmutado ni un instante, se adelantó hacia la puerta de la posada. Arriba, a la derecha de la puerta había un cartel: El Transeúnte Perdido. Apretó la pesada y basta puerta de roble y, por fin, dejó que el calor del interior acariciara su ropa y piel mojada. Se acercó a las brasas del hogar y le echó dos troncos, miró por un instante cómo una pequeña llama naranja renacía subiendo por los dos troncos. Miró a su alrededor. La sala era pequeña, había una mesa larga con taburetes, tres mesas redondas medianas y cuatro mesas pequeñas, para dos personas. Acercó una de estas últimas delante del fuego. En la barra había una chica joven limpiando.

- Pan, queso, verduras asadas y te de hierbas-. El hombre lo ordenó fríamente mientras se quitaba su capa chorreante y la tendía cerca del fuego.

La muchacha lo miró con curiosidad mientras preparaba lo que el extraño viajero pedía. Era alto y muy delgado, vestía de negro pero su piel era muy blanca, llevaba un precioso sombrero de ala ancha adornado con plumas de cuervo que le cubría el rostro, dos dagas y una mochila.

- Señor.- Dijo la chica mientras le dejaba los platos delante.- No hay habitaciones libres si el señor pensaba en pasar la noche.

No hubo respuesta. La muchacha colocó una tetera llena de hierbas en un gancho encima del fuego. Un relámpago cayó cerca. El viento gemía y la lluvia caía con mucha intensidad.

- Pero si el señor lo desea podría pasar la noche aquí junto al fuego. Puedo traerle unas mantas-. Intentaba verle la cara al desconocido pero estaba escondida entre la oscuridad. Tenía el pelo largo y oscuro pero sólo se le podía entrever un fino bigote a la luz titilante de las llamas.

Cuando la chica volvió con las mantas el hombre estaba con los pies descalzos cerca del fuego, mirando absorto por la ventana la tormenta eléctrica a través del humo de su taza de te que dibujaba sinuosas siluetas deformando la realidad. A fuera el espectáculo era apoteósico. Los relámpagos constantes hacían que la noche pareciese día con furia titánica.

Un hondo suspiro surgió del extraño hombre y con voz pesada, cansada la llamó.

- Ven niña, acércate al hogar, deja que vea tu rostro.

La joven se acercó lentamente a las llamas con temor, era muy tarde, todo el mundo dormía. La tormenta estaba justo encima de la posada, era tan fuerte que no permitía percibir ningún otro ruido que el de los truenos retumbar. Ningún otro ruido. No se podría oír a una jovencita gritar o pedir ayuda. Pero… oh! La atracción era tan poderosa, tan profunda. El misterio que envolvía el hombre, sus educadas maneras, su particular aparición hacía que su interior vibrase con una emoción que no podía reprimir.

No había vuelta atrás.

Lo tenía tan cerca que podía claramente percibir todos sus contornos a las sombras de las brasas. Él le tendió gentilmente la mano con una media sonrisa, ella sin dudarlo un instante se la tomó. Rápidamente, en pocos segundos, el hombre tiró de ella y con firmeza presionó un punto concreto de su cuerpo.

La muchacha sintió un pavor extremo. Y, antes de desvanecerse, lo último que pudo contemplar fueron sus ojos; amarillos brillantes cómo el topacio.

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