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Horror Vacui

  • Marta Prieto
  • 9 mar 2015
  • 4 Min. de lectura

La última luz del atardecer se cuela por un gran ventanal. Palidece y es lentamente engullida por las sombras que cubren un vasto salón, otrora magnífico y resplandeciente, al que el tiempo y el descuido han convertido en espectro de un pasado que no volverá. Un diminuto candelabro con siete velas acompaña una figura encorvada que tirita en la inmensidad baldía del espacio en el que habita. El olor a licor rancio predomina por encima de todo: de la madera antigua, del polvo de la estancia, y, por supuesto, por encima de la dejadez y la mugre de su empequeñecido morador.

Ante él, una mesa con papel y pluma. Nada más.

- Una vida entera y un talento nunca cultivado… desperdiciados en la banalidad de una vida sin lustro – se dice. Necesita transcender, hacer algo por sí mismo; pero el miedo y la duda lo invaden, dejándolo tan vacío como su papiro. Las antiguas fiestas, los salones de fumadores y las tertulias vacuas se le antojan ahora como las más grandes cargas. Aquél tiempo ya ha pasado, nunca encontró en ellos ni un atisbo de inteligencia ni de diversión… En toda su vida, su único amigo querido fue su sirviente cojo y taciturno; un hombre de aire marcial y pocas (pero justas) palabras, un antiguo veterano de las guerras coloniales. En definitiva, el único que parecía capaz de comprender la profundidad de sus pensamientos y la magnitud de su persona.

Desea escribir sobre la soledad, sobre la desolación que su marcha le ha dejado en el corazón. Y busca las palabras siendo incapaz de encontrarlas. Espera encontrar la metáfora adecuada. Imagina primero a un hombre vagando por los cielos, más allá de la Luna y de Marte, observando su propia nimiedad mientras los astros siguen su curso, imperturbables. Da vueltas en torno a lo que vería, a las aventuras que viviría, y también piensa en el aislamiento de su destierro, y en personas amadas rehaciendo su vida, sin apenas remembrarle.

No contento con ello, reflexiona ahora, estoico, sobre su vida. Amó una vez, de muy joven y muy deprisa, a una doncella de inteligencia viva. Ella le correspondía, también le amaba… sus largos paseos, su compañía y la certeza de que le comprendía llevaron al entonces muchacho a pedir su mano; pero antes de poder sellar su amor, el funesto destino quiso que el padre de ella, ahogado por deudas de juego, quisiera venderla al mejor postor, esperando así recuperar su maltrecho honor.

Se levanta de su silla el hombre furibundo y herido, y va a una mesa cercana que contiene una licorera y dos vasos. Aparta de su memoria a la chica y al padre, pues no son ellos ahora el objeto de su arte. Se sirve pero no bebe todavía, sino que resigue con el dedo el contorno del otro vaso, el vacío, intentando encontrar reconforte en el recuerdo de tardes y noches en su compañía. Absorto un momento por algún buen pensamiento, bebe sin demora y vuelve a su sitio delante del folio.

Imagina entonces la multitud indiferente y a un individuo en medio de ella. Nadie lo mira, nadie lo ve. Dibuja sin querer una sonrisa en la cara mientras fantasea con las posibilidades que tiene ver sin ser visto, de estar libre de toda atención en un mundo caníbal y atroz. El efecto del licor es veloz, y su pensamiento, antes melancólico y elegíaco, se ralentiza y se vuelve confuso y traidor, mezclando la pena con el dolor, la euforia con la depresión, la desesperación…

En su sopor abre los ojos en la oscuridad. Tiende los brazos sin poder alargarlos más que unos pocos centímetros y siente la congoja del que se sabe atrapado en una noche sin fin. Su grito es hueco y seco, y el silencio es todo lo que le rodea. Su respiración, entrecortada y a cada vuelta más acelerada, se hace pesada… le falta el aire… se está agotando… la única salida es golpear la suerte de pared que lo cerca. Removiéndose con violencia da al fin con una cosa inerte. Parece un cuerpo, muy cerca del suyo, un cuerpo sin aliento y mudo. Palpa en las tinieblas y reconoce con asombro las facciones de su amigo, por el que, empecinado, intentaba rubricar algo que pudiera ser de su agrado. Lo sacude, le habla, le grita, pero aquél parece no oír, indiferente, impasible… Abrumado y sin ninguna explicación, de pronto en su brazo le parece sentir el paso flemático de un caracol. El caracol avanza, se desliza por la extremidad a la vez que el hombre, intentando por todos los medios posibles ignorar el animal, sigue golpeando su entorno con una fiereza inusual. Y el amigo a su lado sigue mudo, callado, hasta que de él sale una luz cegadora… la luz… abre una puerta…

La clara luz matinal inunda todo el aposento. Vistas a contraluz, las motas de polvo caen como copos de nieve recorriendo el espacio. Las siete velas se han consumido y nuestro hombre yace, medio caído, en el sitio donde se abandonó ayer. Cerca de sus brazos reposa el vaso vacío y la pluma, con el tintero derramando a lo largo de su brazo. La mancha de tinta se extiende por el mueble, la tez y el folio…

Se levanta y recupera la compostura. Decide limpiarse y acudir a la cita que tiene programada aquella mañana. Delante del espejo se ayuda con agua y una toalla con tal de limpiar el estropicio de la cara. Llora un poco mientras se cambia solo por primera vez en quince años y vuelve a por una copa de licor antes de afrontar la realidad que le espera. Antes de irse, echa un ojo al papel arrugado, sucio y babeado; y observa con sorpresa que, además de una mancha informe de tinta, los márgenes del folio contienen esquemas y dibujos. Son esbozados, claramente hechos por alguien fuera de sí. Después de todo, quizás se equivocó pensando que su talento podría ser la escritura…

Sonríe y coge el papel, no sin antes escribir las únicas palabras dedicadas a su fiel amigo: Te echo de menos, amigo, hasta en mis sueños. Seguidamente, papel en mano, pide el coche y se dirige al cementerio para asistir al funeral.

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