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Intercambio de libros

  • Cristina Gimenez
  • 8 mar 2015
  • 5 Min. de lectura

Momo, era el título del primer libro que intercambié con un desconocido. Todo comenzó una mañana de invierno al dirigirme al trabajo. Salí de casa con el tiempo menos que justo, como cada día. Tenía quince minutos de camino y sólo ocho para llegar puntual. Bajé saltando de dos en dos las escaleras de los cuatro pisos, crucé la plaza casi corriendo y respiré hondo antes de empezar la cuesta. Después, pasé frente la estación de tren y me dirigí hacia la callejuela estrecha prohibida para coches que me ayudaba a atajar para llegar más rápido.


Entré en la callejuela; sólo me quedaban dos calles para girar a la derecha y volver a la avenida principal y salir justo en Rambla número 82, mi destino. Tenía que admitir que me gustaba esa callejuela. Reinaba un silencio cómodo, apacible; en contraste con sus calles paralelas: bullicio, cláxones y pisadas de la gente. Podía hasta decir, aunque estemos hablando de una calle, que se respiraba serenidad. Cuando entraba en ella, gracias a que las casas no tenían más de una planta, el sol me iluminaba y me calentaba las frías mejillas. Además, los balcones rebosaban de flores de colores que me trasportaban momentáneamente al campo. No entendía cómo conseguían sobrevivir las flores con ese frío.


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Había, como cada mañana, dos abuelas sentadas en sus sillas de plástico blancas cotilleando del mundo que me saludaban con una gran sonrisa y me crucé con la mujer de negro que paseaba a una mezcla de perro rata que ladraba continuamente a todo lo que se movía. Aunque, a ser sincera, me asustaba más la mirada de esa mujer que una posible mordida del rabioso perro.


Caminé unos pasos más y ahí estaba, en el peldaño inferior de la escalera que se dirigía a la entrada de una de las casas abandonadas que sobrevivían en aquella callejuela. Momo, de Michael Ende. Me paré, miré alrededor y no observé ninguna cosa distinta a cualquier otra mañana. Me acerqué para recogerlo pero en el último momento retiré la mano, volví a guardármela en el bolsillo de la chaqueta y continué mi camino. Seguro que a alguien se le habrá caído sin darse cuenta y volverá a por él. Pero… ¿quién pierde un libro en aquella calle?. Giré a la derecha y entré en la Rambla, ya rebosante de gente a aquella hora de la mañana. Había llegado al trabajo.


Al día siguiente, el mismo trayecto. Iba pensando en la reunión que tenía a primera hora para decidir los futuros proyectos; hasta que entré en la callejuela. El sol me iluminó y me acordé del libro. Las mismas abuelas y la misma mujer con el perro rata. Un chico pasó rozándome con el monopatín a toda velocidad, seguro que también iba tarde. Y ahí estaba. Momo. Hice una ojeada a mi alrededor, nada extraño. Subí la mirada y sí, estaba convencida que en aquella casa no vivía nadie. Subí un poco más la mirada y me cegué con el sol, cómo si esperara una señal. Mi imaginación siempre estaba dando volteretas en mi interior pero en aquel momento acababa de conseguir con éxito un triple salto mortal. Fijé la mirada en el libro. El corazón me latía a velocidades desconocidas. ¿Estaba robando? No, estoy recogiendo algo que nadie quiere, me repetía. Estiré el brazo y lo agarré y empecé a andar disimulando pero sintiendo todo el calor que se me concentraba en el costado izquierdo, donde llevaba el libro sujetado con el brazo.

Antes de entrar, lo miré. Era un libro como cualquier otro. Nada de especial. Lo abrí. En la primera página, escrito a mano, ponía: “gracias por recogerlo. Ahora espero uno de vuelta”. Uaaau, ¡¡Qué pasada!! Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Me guardé el libro y entré al trabajo con un gran suspiro que irradiaba satisfacción.

Al día siguiente, creo que por primera vez, salí de casa con media hora de antelación. Bajé las escaleras de dos en dos, crucé corriendo la plaza y casi corriendo la subida. Llegué a la callejuela jadeando. Las dos abuelas estaban en el mismo sitio charlando animadamente pero ni rastro de la mujer de negro. La noche anterior había estado un par de horas para decidir qué libro podría dejar en aquel peldaño, pues estaba totalmente dispuesta a seguir con la aventura. Me decidí por La historia interminable. Así, pensé que, sólo con el título, el desconocido entendería que no quería acabar con aquello y, además, ofreciéndole una novela del mismo autor, mostraría mi fidelidad a aquella supuesta aventura. Lo dejé en el peldaño inferior. Me aparté unos tres metros y lo observé. Ahí estaba, uno de mis libros abandonados en una escalera sucia de una casa vacía de una callejuela desconocida. Sólo y desamparado. Casi me resbala una lágrima por la mejilla, causa de la suma de sentimientos contradictorios. Me contuve. Le susurré a la novela que estaría en buenas manos y me despedí de ella tirándole un beso disimulado.

Al mediodía, antes de ir, como cada día, a comer el menú en uno de los restaurantes de la Rambla, fui a la callejuela. ¡El libro no estaba! Miré a todos lados, una y otra vez, pero los transeúntes que pasaban andaban con miradas fijas y rostros imperturbables. Me senté en el peldaño interior y mi imaginación volvió a hacer acto de presencia… ¿quién sería? ¿Cómo podría hacerlo para dar con él? Una llamada al móvil indicándome que ya habían pedido los platos me puso de nuevo con los pies en el suelo y me dirigí al restaurante.

Los días siguientes pasaron sin pena ni gloria. Yo intentaba pasarme a horas distintas por la callejuela a ver si coincidía con el misterioso héroe de letras, pero no había manera. En una semana no hubo ni libros ni misterios ni emociones. Por lo menos, tenía su libro que cada noche me acompañaba hasta que los ojos se me cerraban.

Y fue el martes de la siguiente semana cuando ya lo había dado por perdido y había sepultado a mi héroe de las letras en el baúl de las anécdotas curiosas, cuándo pasé por la callejuela, corriendo porque llegaba tarde, y los vi. Dos libros en el peldaño inferior de la escalera de la casa abandonada. Los pies se me embarullaron entre ellos y me tropecé conmigo misma, pero conseguí mantener el equilibrio y no caerme. Los cogí sin ninguna reserva. Eran dos libros. La historia interminable, que yo le ofrecí junto a una nota en un cuarto de folio perfectamente cortado que ponía “gracias, lo leí hace mucho tiempo y me ha entusiasmado volver a encontrarme con él. Creo que es bueno devolvernos los libros para continuar la cadena. Pero si quieres quedártelos, no pasa nada”. Y, justo debajo, había otro libro Ensayo sobre la ceguera. ¡Uaaaau, existía, era verdad!. ¿Eso de la ceguera también tenía que ver con nuestra historia y que yo estaba ciega por no saber quién era? Fui corriendo a las abuelas de las sillas de plástico blancas y les pregunté quién había dejado aquel libro ahí. No supieron responderme. No entendían lo que les explicaba de los libros que aparecían y del intercambio y de la cadena y de mi pequeña aventura que había hecho cambiar mi rutina.

La mañana siguiente le devolví el que ya había leído, junto con “La mujer habitada” de Gioconda Belli, otro de mis tesoros. Y así, fueron pasando los días y las semanas y yo conocí a Jose Saramago, Dario Fo, Coetzze o Gabriel García Márquez; entre otros. La frecuencia de intercambios fue disminuyendo, pero aun ahora, pasados ya un par de años, con vidas y trabajos nuevos, intento adentrarme en mi callejuela favorita para intercambiar delicadas perlas. Y aun hoy, después de todo este tiempo, mantengo la esperanza de que, algún día, conozca en persona a mi particular héroe de letras.

 
 
 

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