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La operación

  • Cristina Gimenez
  • 11 mar 2015
  • 3 Min. de lectura

Los párpados me pesaban. No quería abrir los ojos. Lo primero que recuerdo es la calma que se apoderó de mí al sentir los latidos del corazón. Si palpitaba es que no estaba muerta. Había sobrevivido. Sentía calor. Un fuego interior que se concentraba en mi estómago y se esparcía, pero iba desapareciendo si intentaba seguirlo hasta mis piernas. No podía perder la sensación de placer que me provocaba. No podía permitírmelo. Me asustaba dejar de sentirlo.

Los párpados continuaban pesándome. La lengua, reseca, necesitaba agua. Había perdido todo rastro de saliva. Tragué, pero fue un gesto inútil. Apretaba las mandíbulas. Fuerte. Y luego intenté separarlas. Abrir la boca. Tenía que pedir agua. Era imposible.

Empecé a oír ruidos extraños que poco a poco pude ir identificando. Eran susurros. Hablaban demasiado bajo para entender lo que decían. La incertidumbre se iba apoderando de mí. ¿Qué decían? Las ruedas de un carro lejano giraban y se acercaban; y con él, unos pasos. Me sorprendió reconocer esta mezcla a perfume de rosas con desinfectante y alcohol. Agradecí el olor. Continuaba sin poder abrir los ojos, pero me reconfortó identificar a la enfermera de voz dulce que me clavó la aguja del suero antes de la operación con sumo cuidado. Olía a rosas, a alcohol y a desinfectante y me serenaba. Hizo algo en la parte de arriba de mi cama y se alejó, llevándose el perfume de rosas y mi tranquilidad.

Un hormigueo molesto apareció en mis manos. Conseguí que la uña del dedo meñique rascase parte del dedo gordo. ¿Cómo podía un acto tan insignificante satisfacerme de esta manera? Asombrosamente me complacía. Respiré hondo, notando que algo duro me apretaba las costillas, y abrí los ojos.

Recorrí la estancia con una neblina borrosa que no me dejaba diferenciar quién estaba en ella. Clavé mi mirada al techo. Era blanco, como marcaba la norma. Y, justo encima de mí, un fluorescente solitario iluminaba haciendo destellos cada cierto rato. Escuché ruidos que provenían de fuera, del pasillo, y, sorprendentemente, el tic-tac de un reloj. Cómo si marcara el inicio de una vida nueva. Conté tres; no, cuatro personas con batas blancas y mi madre. Mi madre hablando con una de ellas. Las ojeras se marcaban en su rostro y los rizos alocados me hicieron pensar en el payaso de los Simpson. ¡Qué tontería! Me reí pero los labios continuaban estáticos. La noté cansada, aunque había desparecido cualquier rastro de sufrimiento que la acompañó estos últimos días. Y, de repente, fui consciente de lo que significaba estar en aquella habitación. ¿Estaría mi columna vertebral en su sitio? La respiración se aceleró, producida por una mezcla de angustia y desconcierto.

Me fijé en una cortina verde mugrienta que tapaba parte de la ventana; solo dejando entrar un hilo de luz por su parte inferior. Hacía sol y me tenían a oscuras. ¡Retirad la cortina, quiero sol! Y creo que al intentar decirlo un sonido extraño salió de mí. No vocalicé, pero todos se giraron a observarme como animal de feria, menos mi madre que sonrió tiernamente.

Me concentré de nuevo en mí. Estaba tumbada, boca arriba, no podía moverme; y esto, me agobiaba. El yeso que cubría mi tronco se hacía cada vez más presente y un dolor agudo iba aumentando en la parte trasera, justo en la cadera derecha. Me sentía como Frida Kahlo después de su accidente y, curiosamente, esta imagen me emocionó. Sentí el tacto suave de la mano de mi madre acariciando la mía. No era conciente de cómo había llegado a sentarse a mi lado, pero me relajaba.

Era el momento, tenía que averiguarlo. Incliné un poco la cabeza hacía delante y mis ojos se clavaron en la sábana blanca, justo donde podía reconocer la punta de los pies sobresaliendo. Apreté fuerte la mano que acariciaba la mía. Me sentía valiente. Lo intenté; y se movieron. Los dedos de mis pies accedieron a mis órdenes. Esto significaba que podría caminar con normalidad, tal como pronosticaron los médicos. La operación había salido bien.

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