El canto del reloj
- Ángel Saavedra
- 30 mar 2015
- 2 Min. de lectura
Se lanzó contra las teclas cómo un cuervo al centelleo. Sus dedos, comenzaron a pulsarlas intensamente, como si estuviera intentando desahogarse contra ese mar de letras.
“No, así no.”
Cogió la hoja y la arrancó con todas sus fuerzas, cosa que le obligó a correr de nuevo el rodillo y colocar otro papel. Prosiguió con el rápido movimiento, moviendo palabras y describiendo los dedos. Sus cejas no paraban de hacer movimientos que se podrían interpretar cómo gestos de desaprobación, a compás con el tambaleo de lado a lado que hacía su cabeza, buscando diferentes puntos de vista a lo que él pretendía proyectar. Sus ojos, de color almendra y castigados por la edad, se cerraban y abrían buscando el enfoque perfecto para interpretar las manchas de tinta que se iban calcando sobre el papel.
Cansado, levantó la vista hacia la ventana, paseándola por toda la habitación. Estaba prácticamente en la oscuridad, excepto por la tenue luz del atardecer que se dejaba entrever por la vidriera. Los últimos rayos de sol le deslumbraron. Iluminaban al viejo manzano, que gobernaba soberano el maravilloso jardín de azaleas que ahí se hallaba. De la rama, dos cuerdas. Estaban unidas a un trozo de madera que se utilizaba de columpio. Los recuerdos, le inundaron. Recuerdos de infancia; Sencillos, lejanos, felices. Aún así, recuerdos. Especialmente, le fascinó que su gastada mente recordara el mismo día que ese precioso árbol fue plantado.
“Nada se siente como entonces. “
Estaba sediento, por lo que palpó sus gafas por la mesa totalmente desordenada y, no sin antes tirar accidentalmente montañas de papel, se levantó a por un vaso de agua. Se dirigió a la cocina. Era pequeña, pero suficiente. Su mujer, ya fallecida, insistió en que no quería una vivienda muy lujosa ya que debían ahorrar para las vacas flacas.
Abrió un armario y sacó el recipiente cristalino. Con apenas un movimiento de cadera lo acercó pila y abrió el grifo, dejando que una ola de agua y cal lo llenaran en apenas unos segundos. Se paró completamente y comenzó a observar este proceso. Quizás estaba recordando sus momentos de juventud en los cuales debía ir a buscar el agua con cubo al pozo.
“O quizás no.”
Volvió a su silla, y lentamente la acercó al escritorio, donde reposaba la aparatosa máquina de escribir. De golpe, la puerta tras de si resonó con tres pequeñas dilaciones.
“Clonk, clonk, clonk”

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