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El aparcacoches

  • David Trujillo
  • 13 abr 2015
  • 1 Min. de lectura

Estuve un rato observándolo, deambulaba de un lado a otro, parecía tener el instinto de un cazador implacable, llevaba una chaqueta maloliente y sucia, pantalones holgados, de esos que tienen infinidad de bolsillos, donde iba guardando las pocas monedas que conseguía arrancar a los conductores, a los que otorgaba una plaza de aparcamiento, que guardaba celosamente como si le fuera la vida en ello, las deportivas que llevaba puestas no desentonaba en nada con el resto de su vestuario, su mirada era dura y avispada con el pozo de tristeza que da los infortunios de la vida, en la cara se le divisaba una incipiente barba mal cuidada, cojeaba de una pierna, producto seguramente de una de las mil batallas libradas y perdidas, aprovechaba cualquier momento para darse un respiro, y como si de un acto ceremonial se tratase, se sentaba al borde de la acera, sacaba de uno de los tantos bolsillos una colilla, el mechero siempre en la mano callosa que tenía libre, encendía el pitillo e inhalaba profundamente, como si se tratara del último aliento que le quedaba, luego parecía saborear durante unos segundos el sabor agrio de la nicotina, con la mirada perdida, para finalmente exhalar el humo que se volatilizaba como lo hacen los sueños que seguramente un día tuvo, así deben de ser todos sus días pensé y me di cuenta cuán afortunados éramos aquellos que nos encontramos al otro lado, observando la vida desde otra realidad diferente... Mientras el aparca coches se pregunta, que circunstancias le han llevado a convertirse en un naufrago urbano, condenado de por vida a no ser rescatado...

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