La bola nevada
- Marta Prieto
- 13 abr 2015
- 3 Min. de lectura
No se oye el cantar de los pájaros ni el ruido mundanal de la humanidad. Es todo silencio, un silencio cortante y casi doloroso. La nieve sobrevuela el paisaje, deambula y lentamente se aposenta encima de los objetos; en ocasiones incluso se arremolina en violentas tormentas y golpea, hiere y mutila… pero esta tarde no.
Hoy cae parsimoniosamente, copo a copo, y cubre las ruinas de una antigua iglesia gótica. A su alrededor cien tumbas o más, un camposanto antiguo con lápidas rotas y desgastadas, un recuerdo de lo efímero que es todo lo humano y de la grandeza de lo fugaz. A su lado, los altos abetos extienden hacia el cielo sus brazos jugueteando y abanicando las motas. La piedra desnuda de la construcción parece tiritar debilitada por la injerencia del agua helada, y una luz amarillenta al fondo se deja intuir proyectando sombras por doquier.
Una valla de madera pintada de blanco cerca el espacio y dos diminutas figuras completan la estampa. Una de ellas es un hombre que viste botas y pantalones de montar, una camisa coronada con un foulard para proteger del fresco el largo cuello y una levita. Su cara es amable, cordial, con una clara y fría mirada. Su gesto se dirige hacia la otra, una mujer joven vestida de idéntica manera que sostiene una rosa china de color blanco en una mano. Su tez ruborizada intenta esconderse de la mirada del acompañante, pero sus ojos fulgentes no pueden sino seguir mirándolo a través de una atmosfera líquida.
La belleza siniestra de la escena y la magia que desprende, como protegiendo de algún modo una idea abstracta de la muerte en el cementerio de los recuerdos es lo que la ha mantenido allí, arrinconada en un desván junto con otros objetos de utilidad discutible. La luz de la tarde se filtra por la buhardilla e ilumina pobremente los objetos cubiertos con sábanas.
Al descubierto sólo hay una estantería con antiguos libros y libretas a medio escribir: ideas nunca realizadas, ilusiones del pasado o ejercicios nunca terminados. En ella, escondida en un rincón, ésta bola nevada de cristal con la escena de dos enamorados que buscan reencontrarse en un espacio cubierto de ruinas y muerte. Con el paso de los días y de los meses, cada vez representa una posibilidad más y más remota. Los ojos de él, vivos y brillantes, parecen apagarse poco a poco; el rubor de ella, por lo contrario, es cada vez más rojizo, evidenciando que lo que inicialmente era halagüeño y agradable se está convirtiendo en vergüenza y que la mirada, antes llena de devoción, alberga ya reproche e ira.
La descubrí como suelen suceder estas cosas: mientras registraba el lugar en búsqueda de otra cosa, pero lo cierto es que desde entonces me cuesta pensar en nada más. Me pregunto por qué la habré encontrado y cómo fue a parar allí. Quizás signifique alguna cosa, o no significa nada en absoluto. ¿Debería limpiarla y buscarle un sitio mejor? Podría dejarla donde está, pero las cavilaciones sobre los personajes me torturarían durante mucho tiempo. ¿La rompo? Por supuesto esto terminaría con cualquier desvarío de mi mente. ¿Pero acaso no es la locura mucho más divertida?
No. No la romperé. La conservaré lo mejor que pueda. Un día puede que las dos diminutas estatuillas rencuentren su razón de ser, un día otra mirada puede dar un nuevo significado a la escena, un día puede que éste sea el único objeto que de fe de mi existencia. De una existencia como todas: bella y siniestra.



































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