Caso cerrado
- Albert Cuscó
- 24 abr 2015
- 13 Min. de lectura
El joven Antonio Puertos se sentía pletórico al fin, había conseguido su máxima ilusión. El corazón parecía bombearle mayonesa en vez de sangre, al vestir ya de manera habitual el traje de inspector de policía. El primer día, el de la graduación no vale, pues no se diferencia mucho del acto de la primera comunión, con todos los presentes engalanados, guante blanco y gola de ceremonia. Pero hoy, era su gran debut. Un día normal para el resto de los agentes y sub-oficiales que de manera rutinaria paseaban con tranquilidad por los pasillos grises de la comisaria de la calle Cuenca. Antonio se sentía como en un estreno de teatro, desde aquel momento, las ocho de la mañana, ¡ya no sería Antonio el hijo de la Alfonsa! Ahora y para siempre nacía para el orden y la justicia el inspector Puertos. A las nueve, el comisario jefe Velasco lo llamó educadamente. No en vano era de la misma promoción que el padre de Antonio, muerto en acto de Servicio, al atragantarse con el bocadillo de sepia, mientras estaba vigilando el coche de un narcotraficante.
-¿Antonio? Gritó locuaz el comisario jefe.- ¿Qué? ¿Cómo va todo? ¿Te vas haciendo con “los mandos”?
-Solo hace una hora señor que estoy de Servicio.
-Antoñitoooo, esto te va a gustar ya verás... como hijo del cuerpo ya sabes lo difícil que es a veces nuestro Trabajo. Pero tú tienes madera de buen policía; como tu padre. ¡Murió como un héroe!
-Gracias señor... digo... comisario jefe.
-Nada, que te espera tu primera misión. Aquí tienes la hoja del juzgado. Se trata de un tal Bernardino Fonseca Robles; atracó un banco hace dos días. Es un pobre diablo, dieciocho años, es su primer delito. El juez ha ordenado su ingreso en la prisión de la Rueda.
El comisario jefe había perdido su cordialidad y se observaba un rictus de hombre responsable atendiendo a su Trabajo.
Antonio... perdón El comisario Puertos... cogió la hoja y repasó lo que allí había escrito.
- ¿Debo entender señor, que mi misión es el traslado del detenido hasta su destino en el penal de la Rueda?
-Efectivamente Inspector Puertos. Dijo el superior sin dejar de mirar otros papeles.
¡El inspector Puertos había nacido! ¡Adiós Antoñito!
-Enseguida preparo el convoy para el traslado señor. Dijo Antonio con ademan de irse.
-Una cosa más inspector...
-Diga usted
-La primera misión es la más importante en la carrera de un policía -Dijo el comisario jefe Velasco - No la cague... ¿vale? hágalo por su padre...
-Cumpliré con mi deber señor, puede estar seguro.
Sin más palabras, el comisario Puertas salió del despacho y se encaminó al parque móvil, donde autorizó la salida de una “Lechera”. (Así les llamaban a las furgonetas de detenidos, antidisturbios y atestados). Después en los calabozos firmó la hoja de auspicio del reo y pidió que le fuera entregado en custodia.
Los ojos del inspector Puertas se llenaron de asombro, al ver aparecer tras la reja a un joven Delgado, de ojos claros, con un pequeño tic nervioso que le hacía parpadear más de la cuenta. Era la cara de la inocencia. Al ver al inspector Puertas sonrió, mostrando un diente frontal roto.
-Bernardino, soy el inspector Puertas y vengo a realizar su traslado por orden del juez al penal de la Rueda.
El presó volvió a sonreír con cierto rubor.
-No quería hacer daño a nadie. Explicó al inspector.
-No has hecho daño. Solo hiciste un atraco, tranquilo, no te va a caer mucho.
-No puedo ir a prisión. Dijo el reo
-¿No? ¿Y eso por qué? El inspector Puertos seguía con su rutina.
-No puedo, yo vendría... sé que ha estado mal lo que he hecho... no tenía más remedio. Además la pistola era de juguete.
- ¡Pero apuntaste al cajero y te llevaste el dinero!
-Trescientos euros...
-¿Solo? Chico, para esto no vale la pena meterse en problemas ¿no crees?
-Tenía que hacerlo...
Pasó el resto de los preparativos en silenció. El inspector seguía admirado de la inocencia de aquél muchacho. Nada hacía sospechar que fuera un delincuente. Todo lo contrario, su rostro apacible y tierno. Era un pozo de paz.
-Vaya misión... de todo menos peligrosa. Pensaba para si el policía.
“La Lechera” ya estaba aparcada frente a la comisaria y los dos Hombres se dispusieron a salir. El inspector agarró del brazo a Bernardino y con la mente disuelta en las mil distracciones de la calle se encaminó hacia la furgoneta; conduciendo y custodiando al pobre ladrón.
Fue en un instante, casi sin darse cuenta. El joven delincuente, con un movimiento rápido se zafó del policía y con un salto ágil que solo se consigue con muy poco peso corporal aterrizó en medio de la avenida. El inspector tardó en reaccionar un segundo. El tiempo necesario para ver como su detenido cruzaba la calle más concurrida de la Ciudad, perdiéndose entre los coches y la gente.
El comisario jefe, estaba hecho una furia. El inspector Puertos, quería que la tierra se lo tragase, se sentía fracasado y desde aquel momento volvió a ser Antoñito, el inspector pasmado. Su debut como profesional se tornó en su peor pesadilla.
Desde aquel día todo fue de mal en peor, oficina, papeleo, compañeros socarrones... quería morir... ¿dónde estaba el maldito delincuente que le había hundido la vida?
Pasaron los años. El inspector Puertas, lentamente demostró que era un buen policía, caso a caso, con constancia y dedicación sus habilidades de policía brillaron de manera espectacular. Resolviendo casos, para los que la justicia no encontraba explicación aparente. Era un buen sabueso y lo demostró. Al jubilarse el comisario Velasco, fue ascendido a comisario jefe pero por muy valorado que estuviera en su empleo, nunca se sintió satisfecho.... en el fondo de su alma seguía un caso abierto.
Los años siguientes fueron ejemplares, “un buen jefe y un buen compañero” decían los subordinados. Llegó el último año y a punto de jubilarse una tarde... era Noche Buena... cuando se disponía a buscar un buen local donde pasar su peor día de soledad, como cada año. (Si era soltero). La vida le puso frente a frente con su mayor anhelo.
Un hombre, de ojos claros; salía de una pastelería con un paquete. Saludo amablemente a la vendedora sonriendo con una sonrisa que al comisario jefe Puertos le pareció muy familiar... pudo claramente ver un diente frontal roto y como sus ojos se perdían en un rítmico tic nervioso que le hacía parpadear en exceso. ¡¡No había ninguna duda era Él!! - ¡¡El maldito delincuente que me arruinó mi juventud!! ¡¡Mi caso Abierto!!
Con la pericia que da ser un policía, siguió al hombre por las calles de la Ciudad hasta una casa modesta de una calle sin muchos adornos navideños. El hombre sacó una llave y entró con una sonrisa en los labios. El Comisario jefe Puertos, se acercó a la puerta y después de unos segundos preparando el arma reglamentaria en su bolsillo llamó.
Abrió la Puerta el hombre de los ojos azules, su cara se tornó una mueca al ver al policía frente a su casa. Le reconoció al instante.
-¿Qué hace usted aquí? Por fin me ha encontrado... sabía que tarde o temprano me buscaría.
Del fondo de la casa sonó una voz de mujer
-¿Quién es cariño?
-Por favor, no saque el arma, ahora me despido y le acompaño... pero no deje que ella...
Entró una mujer de mediana edad vestida modesta, pero muy simpática; se la veía feliz
-Cariño- dijo el hombre de los ojos azules - tengo que decirte una cosa...
El comisario jefe se adelantó
-¿Qué tal señora? Soy Antoñito, amigo de Bernardino de juventud... ¿verdad canalla? ¿Cuánto tenías cuando te conocí? ¡Ah, sí! ¡¡Dieciocho!!
La mujer comentó
-Ah! La edad en que tus padres murieron; el pobre tuvo que cuidar de su hermana. ¿Conoció usted a su hermana?
-No, lo siento
-Ahora es pediatra del hospital de la caridad. Hoy si sale pronto de guardia vendrá a comer con nosotros. Usted también va a quedarse ¿verdad?
-Bernardino, me encontró por la calle y me invitó a venir, justo antes de cruzar la calle ¿Verdad? Bernardino estaba agonizando de sudor y temblando como un espantapájaros. Solo asintió con la cabeza mientras su tic se aceleraba hasta velocidades nunca vistas. La mujer muy galante quitó el abrigo al policía.
-Pesa mucho...
-No se preocupe señora llevo un objeto de metal en un bolsillo.
La cena de Navidad fue cordial, el comisario habló de su conocimiento de la Ciudad y la mujer no paró de coger la mano a Bernardino que callado y pálido no probó ni un solo bocado en toda la noche. Un rato más tarde llego la hermana, con una bufanda gigante y una caja de frutas escarchadas. A los postres apareció la caja que Bernardino había comprado en la pastelería; era una tarta con una inscripción “felicidad”... brindaron, rieron, el comisario explico mil anécdotas que nunca había explicado antes y Bernardino lloró un poco y calló. Al finalizar la cena el comisario miro su reloj, se levantó y como poseído por un extraño poder también Bernardino.
-Señora, señorita han sido ustedes muy amables y he pasado la mejor noche buena de mi vida. Debo ahora volver a casa. Tengo cosas que hacer.
-Vuelva cuando quiera. Me gusta que a Bernardino le visiten los amigos; es tan Bueno.
Bernardino acompañó al comisario hasta la Puerta.
-Déjeme unos instantes, me despido y le acompaño, por favor no me espose, no huiré.
El comisario le miro a los ojos, - Eres Zapatero, ¿verdad?
-Sí, ¿Cómo lo ha sabido?
-Sois gente modesta... con ropa modesta... pero todos llevabais zapatos Nuevos. Dime Bernardino... por qué preguntas por unas esposas si tienes tú la mejor del mundo.
El comisario jefe Puertos abrió la Puerta miro los ojos azules llorosos pestañeando y dijo en voz medio baja “felicidad”...
Salió a la calle, había empezado a nevar, se alejó con un saludo... pensó, “no estaría mal enamorarme” y mientras se encogía por el frio de la noche... sonrió para sí... en su interior resonaba una frase “Caso cerrado”.
El joven Antonio Puertos se sentía pletórico al fin, había conseguido su máxima ilusión. El corazón parecía bombearle mayonesa en vez de sangre, al vestir ya de manera habitual el traje de inspector de policía. El primer día, el de la graduación no vale, pues no se diferencia mucho del acto de la primera comunión, con todos los presentes engalanados, guante blanco y gola de ceremonia. Pero hoy, era su gran debut. Un día normal para el resto de los agentes y sub-oficiales que de manera rutinaria paseaban con tranquilidad por los pasillos grises de la comisaria de la calle Cuenca. Antonio se sentía como en un estreno de teatro, desde aquel momento, las ocho de la mañana, ¡ya no sería Antonio el hijo de la Alfonsa! Ahora y para siempre nacía para el orden y la justicia el inspector Puertos. A las nueve, el comisario jefe Velasco lo llamó educadamente. No en vano era de la misma promoción que el padre de Antonio, muerto en acto de Servicio, al atragantarse con el bocadillo de sepia, mientras estaba vigilando el coche de un narcotraficante.
-¿Antonio? Gritó locuaz el comisario jefe.- ¿Qué? ¿Cómo va todo? ¿Te vas haciendo con “los mandos”?
-Solo hace una hora señor que estoy de Servicio.
-Antoñitoooo, esto te va a gustar ya verás... como hijo del cuerpo ya sabes lo difícil que es a veces nuestro Trabajo. Pero tú tienes madera de buen policía; como tu padre. ¡Murió como un héroe!
-Gracias señor... digo... comisario jefe.
-Nada, que te espera tu primera misión. Aquí tienes la hoja del juzgado. Se trata de un tal Bernardino Fonseca Robles; atracó un banco hace dos días. Es un pobre diablo, dieciocho años, es su primer delito. El juez ha ordenado su ingreso en la prisión de la Rueda.
El comisario jefe había perdido su cordialidad y se observaba un rictus de hombre responsable atendiendo a su Trabajo.
Antonio... perdón El comisario Puertos... cogió la hoja y repasó lo que allí había escrito.
- ¿Debo entender señor, que mi misión es el traslado del detenido hasta su destino en el penal de la Rueda?
-Efectivamente Inspector Puertos. Dijo el superior sin dejar de mirar otros papeles.
¡El inspector Puertos había nacido! ¡Adiós Antoñito!
-Enseguida preparo el convoy para el traslado señor. Dijo Antonio con ademan de irse.
-Una cosa más inspector...
-Diga usted
-La primera misión es la más importante en la carrera de un policía -Dijo el comisario jefe Velasco - No la cague... ¿vale? hágalo por su padre...
-Cumpliré con mi deber señor, puede estar seguro.
Sin más palabras, el comisario Puertas salió del despacho y se encaminó al parque móvil, donde autorizó la salida de una “Lechera”. (Así les llamaban a las furgonetas de detenidos, antidisturbios y atestados). Después en los calabozos firmó la hoja de auspicio del reo y pidió que le fuera entregado en custodia.
Los ojos del inspector Puertas se llenaron de asombro, al ver aparecer tras la reja a un joven Delgado, de ojos claros, con un pequeño tic nervioso que le hacía parpadear más de la cuenta. Era la cara de la inocencia. Al ver al inspector Puertas sonrió, mostrando un diente frontal roto.
-Bernardino, soy el inspector Puertas y vengo a realizar su traslado por orden del juez al penal de la Rueda.
El presó volvió a sonreír con cierto rubor.
-No quería hacer daño a nadie. Explicó al inspector.
-No has hecho daño. Solo hiciste un atraco, tranquilo, no te va a caer mucho.
-No puedo ir a prisión. Dijo el reo
-¿No? ¿Y eso por qué? El inspector Puertos seguía con su rutina.
-No puedo, yo vendría... sé que ha estado mal lo que he hecho... no tenía más remedio. Además la pistola era de juguete.
- ¡Pero apuntaste al cajero y te llevaste el dinero!
-Trescientos euros...
-¿Solo? Chico, para esto no vale la pena meterse en problemas ¿no crees?
-Tenía que hacerlo...
Pasó el resto de los preparativos en silenció. El inspector seguía admirado de la inocencia de aquél muchacho. Nada hacía sospechar que fuera un delincuente. Todo lo contrario, su rostro apacible y tierno. Era un pozo de paz.
-Vaya misión... de todo menos peligrosa. Pensaba para si el policía.
“La Lechera” ya estaba aparcada frente a la comisaria y los dos Hombres se dispusieron a salir. El inspector agarró del brazo a Bernardino y con la mente disuelta en las mil distracciones de la calle se encaminó hacia la furgoneta; conduciendo y custodiando al pobre ladrón.
Fue en un instante, casi sin darse cuenta. El joven delincuente, con un movimiento rápido se zafó del policía y con un salto ágil que solo se consigue con muy poco peso corporal aterrizó en medio de la avenida. El inspector tardó en reaccionar un segundo. El tiempo necesario para ver como su detenido cruzaba la calle más concurrida de la Ciudad, perdiéndose entre los coches y la gente.
El comisario jefe, estaba hecho una furia. El inspector Puertos, quería que la tierra se lo tragase, se sentía fracasado y desde aquel momento volvió a ser Antoñito, el inspector pasmado. Su debut como profesional se tornó en su peor pesadilla.
Desde aquel día todo fue de mal en peor, oficina, papeleo, compañeros socarrones... quería morir... ¿dónde estaba el maldito delincuente que le había hundido la vida?
Pasaron los años. El inspector Puertas, lentamente demostró que era un buen policía, caso a caso, con constancia y dedicación sus habilidades de policía brillaron de manera espectacular. Resolviendo casos, para los que la justicia no encontraba explicación aparente. Era un buen sabueso y lo demostró. Al jubilarse el comisario Velasco, fue ascendido a comisario jefe pero por muy valorado que estuviera en su empleo, nunca se sintió satisfecho.... en el fondo de su alma seguía un caso abierto.
Los años siguientes fueron ejemplares, “un buen jefe y un buen compañero” decían los subordinados. Llegó el último año y a punto de jubilarse una tarde... era Noche Buena... cuando se disponía a buscar un buen local donde pasar su peor día de soledad, como cada año. (Si era soltero). La vida le puso frente a frente con su mayor anhelo.
Un hombre, de ojos claros; salía de una pastelería con un paquete. Saludo amablemente a la vendedora sonriendo con una sonrisa que al comisario jefe Puertos le pareció muy familiar... pudo claramente ver un diente frontal roto y como sus ojos se perdían en un rítmico tic nervioso que le hacía parpadear en exceso. ¡¡No había ninguna duda era Él!! - ¡¡El maldito delincuente que me arruinó mi juventud!! ¡¡Mi caso Abierto!!
Con la pericia que da ser un policía, siguió al hombre por las calles de la Ciudad hasta una casa modesta de una calle sin muchos adornos navideños. El hombre sacó una llave y entró con una sonrisa en los labios. El Comisario jefe Puertos, se acercó a la puerta y después de unos segundos preparando el arma reglamentaria en su bolsillo llamó.
Abrió la Puerta el hombre de los ojos azules, su cara se tornó una mueca al ver al policía frente a su casa. Le reconoció al instante.
-¿Qué hace usted aquí? Por fin me ha encontrado... sabía que tarde o temprano me buscaría.
Del fondo de la casa sonó una voz de mujer
-¿Quién es cariño?
-Por favor, no saque el arma, ahora me despido y le acompaño... pero no deje que ella...
Entró una mujer de mediana edad vestida modesta, pero muy simpática; se la veía feliz
-Cariño- dijo el hombre de los ojos azules - tengo que decirte una cosa...
El comisario jefe se adelantó
-¿Qué tal señora? Soy Antoñito, amigo de Bernardino de juventud... ¿verdad canalla? ¿Cuánto tenías cuando te conocí? ¡Ah, sí! ¡¡Dieciocho!!
La mujer comentó
-Ah! La edad en que tus padres murieron; el pobre tuvo que cuidar de su hermana. ¿Conoció usted a su hermana?
-No, lo siento
-Ahora es pediatra del hospital de la caridad. Hoy si sale pronto de guardia vendrá a comer con nosotros. Usted también va a quedarse ¿verdad?
-Bernardino, me encontró por la calle y me invitó a venir, justo antes de cruzar la calle ¿Verdad? Bernardino estaba agonizando de sudor y temblando como un espantapájaros. Solo asintió con la cabeza mientras su tic se aceleraba hasta velocidades nunca vistas. La mujer muy galante quitó el abrigo al policía.
-Pesa mucho...
-No se preocupe señora llevo un objeto de metal en un bolsillo.
La cena de Navidad fue cordial, el comisario habló de su conocimiento de la Ciudad y la mujer no paró de coger la mano a Bernardino que callado y pálido no probó ni un solo bocado en toda la noche. Un rato más tarde llego la hermana, con una bufanda gigante y una caja de frutas escarchadas. A los postres apareció la caja que Bernardino había comprado en la pastelería; era una tarta con una inscripción “felicidad”... brindaron, rieron, el comisario explico mil anécdotas que nunca había explicado antes y Bernardino lloró un poco y calló. Al finalizar la cena el comisario miro su reloj, se levantó y como poseído por un extraño poder también Bernardino.
-Señora, señorita han sido ustedes muy amables y he pasado la mejor noche buena de mi vida. Debo ahora volver a casa. Tengo cosas que hacer.
-Vuelva cuando quiera. Me gusta que a Bernardino le visiten los amigos; es tan Bueno.
Bernardino acompañó al comisario hasta la Puerta.
-Déjeme unos instantes, me despido y le acompaño, por favor no me espose, no huiré.
El comisario le miro a los ojos, - Eres Zapatero, ¿verdad?
-Sí, ¿Cómo lo ha sabido?
-Sois gente modesta... con ropa modesta... pero todos llevabais zapatos Nuevos. Dime Bernardino... por qué preguntas por unas esposas si tienes tú la mejor del mundo.
El comisario jefe Puertos abrió la Puerta miro los ojos azules llorosos pestañeando y dijo en voz medio baja “felicidad”...
Salió a la calle, había empezado a nevar, se alejó con un saludo... pensó, “no estaría mal enamorarme” y mientras se encogía por el frio de la noche... sonrió para sí... en su interior resonaba una frase “Caso cerrado”.

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