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Nudo Argelino

  • Sergi Campo
  • 26 abr 2015
  • 5 Min. de lectura

Levantó la vista, cansada, del suelo, cansado de ver siempre lo mismo. Sin embargo esa mañana sonrió, por primera vez en mucho tiempo, pues sabía que los rayos de luz que se colaban por su ventana y dibujaban la sombra de unos barrotes, corroídos por el paso del tiempo y las tristes historias que entre aquellos muros de hormigón se narraban, iban a traer a su cabeza, por última vez, el recuerdo de aquel llanto mudo, que, de rodillas, le imploraba piedad antes de besar el charco de sangre que los cadáveres de sus más allegados habían formado en el suelo.

Él, Víctor, el anciano respetado y querido como a un abuelo, o a un padre, o a un profesor que nos ha llevado por el buen camino, o a un amigo que siempre ha estado ahí, o como sólo a Víctor se le podía querer; por la mayoría de los presos que se había cruzado a lo largo de sus 50 años en la cárcel, había sido, antaño, un asesino cruel y despiadado, guiado por las drogas y una sed de venganza que nunca supo acallar; quizá porque no era venganza lo que quería, quizá porque entendió, demasiado tarde, que el ojo por ojo dejaría al mundo ciego, o quizá, simplemente, porque la semilla del odio había germinado en su dulce corazón, desplazando a un lado cualquier atisbo de bondad que de su niñez se pudiera recordar.

Él, Víctor, se preparaba ahora para poner un punto y final a su estancia en prisión. No porque él quisiera, si pudiera haberse quedado allí lo hubiera hecho hasta que su corazón dejara de latir, momento en el que quizá hubiera sido libre de verdad. Aquella mañana empaquetaba sus escasas pertenencias por culpa de una ley, estúpida, a su entender, que no permitía a ningún preso estar más de 50 años encerrado. Estúpida, a su entender, porque el tiempo no curaba nada; a diferencia de lo que todo el mundo creía. Si bien es cierto que, partiendo de que más de la mitad del mundo estaba compuesto, según Víctor, por analfabetos modernos que, haciendo alarde de unos conocimientos que no poseían, la cagaban cada vez que abrían la boca, no es de extrañar que creyera que el hecho de que todo el mundo diera algo por válido no implicara que esto lo fuera. Víctor defendía, y todos los que se habían cruzado con él a lo largo de esos 50 años podía dar buena cuenta de ello, que el tiempo solo pasaba, y que era uno el que tenía la potestad de hacer algo por cambiar o poner solución a sus errores del pasado.

Y así lo había hecho él, entregado desde su entrada en prisión a evitar que otros jóvenes, como él en aquel momento, cometieran los mismos errores que le habían llevado a ver como el Sol dibujaba siniestras sombras entrecortadas por corroídos barrotes en los suelos de hormigón; haciendo alarde de una madurez y una serenidad impropias en una persona de su edad, en su situación y en el estado en el que había entrado en aquel lúgubre lugar.

Tal era la labor de Víctor en aquel lugar que existía su propia ley, no escrita obviamente, seguida a pies juntillas por la gran mayoría de los reclusos, que habían encontrado en su imagen la confianza que habían perdido en sí mismos, sus Dioses o el destino.

Aquel anciano respetado y querido, que había entrado 50 años atrás como un peligroso asesino, se había convertido, sin comerlo ni beberlo, en la figura moral que guiaba la conducta de sus compañeros presos, de sus hijos; como él se refería a ellos cariñosamente.

Así, admirado por todos, incluso los propios funcionarios de la prisión, fue como Víctor, cargado con un par de fotografías que llevaba en el momento de su detención, algún que otro libro y el amor que los que le habían conocido a lo largo de los 50 años que allí había estado encerrado, liberando a los que le rodeaban, se marchó, con la cabeza bien alta y los ojos llenos de lágrimas, vitoreado por cuantos salían a su paso y aplaudido por otros tantos, del lugar al que a él se había acostumbrado a llamar hogar.

Dejó atrás todo lo que había conocido y caminó, ahora con la cabeza gacha, por el camino de tierra que mantenía su prisión aislada del mundo; recordando a sus presos lo que él trataba de hacerles olvidar: que ellos, quisieran o no, llevaban la palabra cárcel tatuada en la frente y siempre, a los ojos de los demás, serían escoria que no había sido capaz de mantenerse en el camino correcto.

Esto siempre le llevaba a preguntarse lo mismo: '¿realmente sirve de algo todo lo que yo estoy haciendo, si cuando salgan de aquí van a encontrarse con una sociedad extremadamente clasicista, que nunca los va a tratar como a un igual?' Quería creer que sí, de lo contrario, nunca hubiera podido soportar 50 años encerrado entre cuatro asfixiantes paredes de hormigón.

En estas se encontraba cuando la megafonía interrumpió sus pensamientos, avisando de que el tren que hacía tiempo que esperaba llegaría en breves a la estación. Víctor giró la cabeza, entregó los libros que los presos le habían regalado a un crío que estaba sentado cerca de él, con la vista perdida, y se acercó al andén.

La luz del tren iluminó el túnel, oscuro, frío, que aquella tarde derramó las lágrimas de toda una cárcel entera, cuando Víctor saltó al vacío, pues hacía mucho que la luz de su vida se había apagado.

Víctor despertó, de golpe, en una habitación blanca, de un blanco de esos que duele a la vista; como cuando miras directamente a la luz después de haber estado mucho tiempo bajo la penumbra. No había allí nada más que una cama y un pequeño espejo.

Se levantó, sin esfuerzo alguno; sus movimientos eran ágiles, ligeros, precisos. En su interior algo desconocido le impulsaba a saltar de la cama y salir de allí a comerse el mundo, como hacía años que no se sentía. Sin embargo, en cuanto vio el espejo sintió el deseo de ir a contemplar su reflejo.

Lo hizo y frente a él se encontró a un joven apuesto, de tez morena y ojos claros y sinceros; un vago recuerdo de lo que en un pasado había sido, antes de que todo ocurriera. Una idea que cruzó su mente un instante le llevó a mirarse la muñeca derecha y allí lo vio: el tatuaje de un nudo argelino que los uniría más allá de la vida, más allá de la muerte.

Sonrió, feliz, a sabiendas que por fin iban a poder estar juntos. Como si el simple hecho de pensarlo fuera sido suficiente, detrás de su reflejo se dibujó el de una joven morena, de piel nívea y ojos oscuros, que sonreía tímida; como la primera vez que sus miradas se cruzaron, por casualidad, en una sala abarrotada de gente.

-Has vuelto... -Pronunció con una voz dulce, cargada de temor, como si no creyera lo que estaba viendo.

-Tu recuerdo... era lo único que me mantenía con vida, Maya. -Sus ojos se habían llenado de lágrimas y su voz temblaba con cada una de las palabras que salía de su boca. Maya se acercó a él y le besó, tranquilizándolo, recordándole que ahora, por fin, iban a estar juntos.

Víctor la cogió de la muñeca y observó el tatuaje; el mismo que el suyo, el nudo argelino con el que había soñado tantas noches desde su entrada en prisión, la promesa de un amor eterno más allá de aquellos cuatro muros, de la prisión en la que se había convertido su existencia, su propia vida.

Sonrió, realmente feliz por primera vez en mucho tiempo, consciente del sacrificio que había hecho para recuperar aquello que nunca quiso perder. Había tenido que renunciar a su vida para poderla recuperar una vez su aliento se apagara.

Sonrió, nuevamente, y dijo el "te quiero" que nunca pudo decir aquella trágica noche.

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