Un sacerdote, una boda
- Henry Castellanos
- 26 abr 2015
- 7 Min. de lectura
-¿Alguien conoce de algún impedimento para que se realice esta boda? -preguntó el novel sacerdote, deseando con todo su ser que se produjera el milagro. Era una novia inteligente, sencilla, curiosa, divertida, tenía ojos hermosos y sonrisa encantadora. En verdad que Ella era un ángel, un ángel al que no logró olvidar jamás.
Mientras pasaban los segundos esperando una prueba de la existencia del Dios al que juró servir hasta su muerte, la mente acudió al auxilio del alma y construyó un mecanismo de defensa: recordar su época como seminarista, cuando la convicción era inquebrantable.
Pero quizás no fue el mejor camino. Terminó tejiendo una red de recuerdos e hipótesis sobre lo que aprendió acerca del celibato sacerdotal obligatorio, institución sacra cuyo germen se ubica por allá en el año 386 en el famoso Concilio de Roma del Papa Siricio, pero establecido oficialmente sólo desde mediados del siglo XVI gracias al Concilio de Trento, bajo el papado de Paulo III. El oscuro tema ha sido objeto de innumerables discusiones y rebeliones, por lo que la Iglesia se ha visto obligada a emitir decenas de documentos con explicaciones, reiteraciones y actualizaciones, como esa famosa encíclica Sacerdotalis Caelibatus de Pablo VI, la misma sobre la que realizó un extraordinario ensayo que se hizo muy famoso cuando apenas tenía tres meses en el Seminario Mayor, un logro que sintió como verdadera prueba de santidad porque le dedicó una semana completa, confinado y sin dormir, venciendo la tentación que el Maligno le ponía a cada instante: pensar en Ella.
Recordó que se convirtió en uno de los sacerdotes más expertos en celibato porque, desde que comenzó a sentir la vocación, cuando aún era el novio de aquella encantadora joven, el tema lo inquietó, por lo que también se interesó desde el comienzo por conocer las nociones que se oponen a esa curiosa condición eclesiástica. Para empezar, los tres argumentos más sencillos: 1) Jesús, Jeshua o Isha jamás se pronunció al respecto, 2) entre sus apóstoles había hombres casados y con hijos; y, 3) los profetas y elegidos de Dios en el Antiguo Testamento también tuvieron esposas e hijos, incluso concubinas para procrear en caso de ser necesario, precisamente cuando Dios negaba a la esposa el don de tener hijos. Y no es de extrañar que también abrevara en la historia de María la Magdalena, aquella magnífica mujer por la que Jesús, en una insuperable muestra de Amor, revivió a Lázaro su hermano para aliviar el dolor que la abrumaba. Si la teoría es cierta, se justifica con creces el famoso verso:
Dueña de un corazón, tan cinco estrellas, que hasta el hijo de un Dios, una vez que la vio, se fue con ella…
Pero, ¿quién es él para juzgar o siquiera pensar si hay o no inconsistencias entre la Biblia, la vida de Jesús y los hechos de la Iglesia a la que pertenece y en la que juró servir a Dios hasta su muerte? Aprendió a hurtadillas que, con la aparición de las ciencias sociales, la humanidad conoció una explicación diferente para el celibato sacerdotal obligatorio: fue concebido por la jerarquía eclesiástica más por el interés de proteger y preservar la riqueza y la propiedad [privada] de la Iglesia, que por razones de interés espiritual. Y al recordarlo, le pareció que él también tenía derecho a casarse y tener hijos, igual que su hermano, igual que los profetas y elegidos del Antiguo Testamento. Y si eso es así, entonces él tiene derecho a casarse con la mujer amada, y es precisamente Ella, la novia.
No obstante, su mente le trajo otro recuerdo con consecuencias aterradoras; aquella cita bíblica atribuida a San Mateo: el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Y tuvo una idea estremecedora: se encontraba en desobediencia directa frente a uno de los mandamientos que, según el mito oficial, fueron comunicados a Moisés por el mismísimo Dios en algún lugar del desierto de Sinaí: no codiciarás la mujer de tu prójimo, mandamiento que por razones históricas que ahora no importan, se transformó en el determinante no consentirás pensamientos ni deseos impuros. ¿Qué sería de la fe sin esos valiosos aportes que a lo largo de la historia reinterpretan, modifican, aclaran y actualizan los contenidos delirantes de la Biblia? ¿Y qué tal si mejor viene Dios y simplemente aclara todo, Él mismo?
Lamentablemente en ese momento no vino Dios para aclarar nada, y nadie se levantó diciendo que sí, que conocía un impedimento para la realización de la boda, que sabía de un hombre que amaba a esa novia más que a nadie en el mundo, un hombre que era capaz de renunciar al destino que el mismísimo Dios le había trazado, con tal de estar con Ella, la novia que tanto le rogó que no la dejara. Y así, como autómata, mientras su mente elaboraba una compleja discusión teológica, histórica y de derecho canónico, mezclada con sentimientos de amor y de culpa, el atribulado sacerdote dirigió el ritual matrimonial tal como se ha venido realizando desde tiempos inmemoriales de la era helénica, con todas las modificaciones y adendas que el capricho humano, católico, apostólico, romano y mercantil ha introducido hasta nuestros días.
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-Ahora el novio puede besar a la novia -decretó el ministro de Dios, al momento que lágrimas intrusas y peligrosamente delatoras aparecían en sus ojos. Decidió entonces respirar profundo y dirigir su mirada y abrir sus brazos hacía arriba, muy arriba, tal como le habían enseñado que debía hacerse al momento de consagrar.
Aquel histriónico gesto otorgó un carácter solemne a la escena del beso; escena que con gusto él habría impedido, de no ser porque ni en el Cielo ni en la Tierra hay argumento válido para justificar que un pastor del Señor se atreva a impedir un matrimonio con la excusa de un sentimiento tan ajeno a la vocación de la Iglesia, que había jurado nunca volver a sentir y que en ese instante era la fuente de su tribulación.
También fue un gesto bien recibido por el morbo del público, que durante varios meses estuvo esperando esa boda, desde cuando se supo que él reemplazaría al sacerdote principal del pueblo, un anciano que debió salir en licencia por grave enfermedad. Todos sabían la historia de aquélla triada de personajes que ahora se encontraban en tan particular momento: la mujer que fue abandonada por el hombre que amaba cuando éste decidió convertirse en clérigo, el hermano del cura, impecablemente vestido de novio y por supuesto, aquel desdichado ser con el rostro y los brazos extendidos al techo, que no obstante su esfuerzo, no pudo evitar la escena porque, por alguna inexplicable razón, no hubo ni toses, ni carraspeos, ni murmullos, ni llanto de niños, ni sonidos de cámara fotográfica, por lo que un silencio absoluto se apoderó del recinto, de manera que se escuchó hasta el más insignificante de los húmedos sonidos de ese beso que duró exactamente seis segundos, un cálculo en el que no puede fallar, porque en el Seminario aprendió, con mucho esfuerzo, que cada oración debe tener una duración y un ritmo específico e invariable, y que exactamente en seis segundos se debe recitar la fórmula:
Dios,
concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
valor para cambiar las que sí puedo
y sabiduría para reconocer la diferencia.
Hágase tu voluntad y no la mía.
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Las primeras notas de la marcha nupcial de Wagner anunciaron que en instantes, su hermano convertido en esposo saldrá orgulloso y flamante, solemne y para siempre, llevándose a su amada en medio de aplausos, risas, fotos, flores, granos de arroz y buenos deseos para la nueva familia. Tal como había visto en todos los matrimonios que había visto. Tal como se hace, salvo pequeñas variaciones impuestas por el tiempo y la geografía, desde la boda de la princesa Victoria de Sajonia-Coburgo-Gotha con el príncipe Federico III de Alemania, por allá en 1858.
La pareja y su legión inició su marcha de la parroquia con paso lento, mientras que él, ahora un sacerdote adúltero, sucio, pecador, traidor, espurio y concupiscente, observaba con absoluta tristeza, rabia y resignación. ¿Qué diablos pudieron conocer sobre el amor y el estar enamorados los papas Siricio, Paulo III o Pablo VI, o los cientos de expertos, redactores y escribanos que se han ocupado del celibato desde el Sínodo de Roma, pasando por el Concilio de Trento y la encíclica Sacerdotalis Caelibatus? ¿Qué tan bueno o qué tan malo puede ser que él, un ministro de Dios, reconozca que sigue enamorado de quien ahora es la esposa de su hermano, tal como Jesús se enamoró de María la Magdalena? ¿Y qué tan bueno o qué tan malo puede ser, que utilizara los gestos, cánticos y oraciones para ahogar el sufrimiento mientras celebraba la boda de aquella dama que tiene todos los atributos de un ángel celestial, más no para honrar a Aquél que lo gobierna todo, único responsable por haber orquestado tan cruel y desgarradora situación?
Pero por otra parte, ¿qué podía exigir o lamentar si fue él mismo quien, en virtud del libre albedrío decidió abandonar a aquella hermosa dama que lo amaba a cambio de seguir una supuesta vocación que ahora, diez años después, le parecía un simple y absurdo capricho? ¿A quién más podía culpar por cambiar las caricias amorosas de una joven amante por las caricias disfrazadas de santidad que le propinó uno de sus superiores en el Seminario Mayor? ¿Y qué podía saber él mismo, el experto en celibato sacerdotal obligatorio, sobre el amor entre su propio hermano y la que ahora es su esposa, diez años después de haberlo dejado todo?
Entonces su dolor se convirtió en asco y desprecio por sí mismo, por su pasado, por sus sentimientos, por sus pensamientos. Permaneció en silencio, inmutable como una estatua frente al altar, hasta que el último de los asistentes se hubo marchado del sagrado recinto. Sólo hasta entonces dio la señal para que el organista finalizara su interpretación, un apacible sujeto que se hizo famoso por ser la última persona que lo vio.
La historia ha suscitado interés en conocer el destino del sacerdote. Su familia dice que jamás volvió a tener contacto con él. Algunos dicen que se retiró de la Iglesia y trabaja como profesor de historia de las religiones. Los más románticos afirman que se retiró a un monasterio, para vivir en completo ostracismo hasta el final de sus días. Los más pragmáticos creen que se fue a algún paraje de Tennessee en Estados Unidos, donde fundó su propia iglesia. Lo cierto es que, según los pocos registros oficiales, de estar vivo seguiría siendo clérigo en ejercicio, sólo ha oficiado una boda en toda su carrera y al parecer, jamás se prestó para otro reemplazo por licencia del sacerdote principal.

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