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En el tren de las ocho

  • Atane Sanz
  • 27 abr 2015
  • 4 Min. de lectura

A mi Alfa y sus 40 lobas, sólo dos palabras: SEMPER FIDELIS.

Prólogo

Carlos se dedicaba a su trabajo como bombero y a disfrutar de su soltería y las mujeres, hasta que un accidente quemó sus alas y sus esperanzas. Aún así, no se le pasó por la cabeza que una ventana con vistas a una estación de tren, sería la puerta abierta a su destino.

Alguien escribió una vez que la vida es como un viaje en tren, en donde los viajeros, se sientan a nuestro lado compartiendo parte del camino. Suben y bajan en las diferentes estaciones. Algunos nos dejan tristezas, otros, alegrías, muchos pasan desapercibidos. Pero entre todos esos compañeros de viaje, podemos encontrar a ese que, sin esfuerzo se meterá bajo nuestra piel y nos hará desear que ese viaje no termine nunca.

Carlos Quirón encontró a su compañera de vida en el tren de las ocho.

Ahora solo tiene que conseguir que ella, quiera hacer todo el viaje a su lado.

Capítulo 1

Diario de Carlos

Antes de comenzar a combatir un incendio, los bomberos debemos evaluar la naturaleza y la magnitud del fuego para determinar la mejor manera de apagarlo y obtener el resultado más rápido y seguro. A eso le llamamos "lectura del incendio” y se lleva a cabo observando el color del humo, deduciendo de donde proviene, probando su temperatura con agua y buscando hollín en las ventanas.

Y por todos los demonios, si sabía hacer la lectura del incendio, ¿Por qué no supe ver que no podía abrir la puerta? Nunca, jamás, permitas que tu mente se distraiga con algo que no sea el incendio. Porque el fuego es una amante celosa, te envuelve, te abraza hasta asfixiarte y si no le prestas suficiente atención, en venganza, te mata.

Esa es la razón por la que durante meses, fui huésped de la unidad de grandes quemados del Hospital Universitario en Baracaldo.

Tantos años de experiencia tirados a la basura, por dejar un instante de pensar en mi trabajo, en lo que tenía ante mis ojos.

Tenía mi mente en otra parte. Para ser más exactos, entre los enormes pechos de una rubia despampanante, que había estado toda la noche provocándonos, mientras nosotros tomábamos la última copa en aquel pub, después de la boda de Antonio y Marta.

¿Cómo se pueden tirar por la borda ocho años de experiencia, luchando contra un incendio tras otro, por una mujer de la que ni siquiera recordaba su nombre?

Es de tontos pensar siempre con la bragueta. Y definitivamente, yo, había sido uno de esos idiotas. Ahora me tocaba pagar en mis propias carnes las consecuencias.

Habían pasado diez largos, dolorosos y tediosos meses. Lo peor de las heridas quedaba atrás. Ya no me llamarían para hacer el calendario anual para recaudar fondos. Seguro...

–¿Te lo imaginas? Yo, representando el mes de Agosto. Y a pie de foto un aviso en letras bien grandes: "Las autoridades sanitarias aconsejan que ante exposiciones prolongadas, utilicen protección solar".

Tan sólo un año antes era “el quita bragas”. Como me llamaban, entre envidia y admiración, muchos de mis compañeros. Y mírame ahora, hecho una mierda. Y mí sentido del humor… otra mierda.

Tiempo atrás, apenas una mirada y las mujeres hacían cualquier cosa para conseguir un pedacito de mí. Bueno un gran pedazo…No podía quejarme del atributo masculino con el que había sido bendecido y modestia aparte además, sabia como utilizarlo. No todos podían decir lo mismo. Otras veces un pequeño gemido al otro lado de la cama, me recordaba que no había vuelto solo a casa.

A ese querido trozo de carne le acompañaba un metro noventa de estatura, noventa kilos de puro músculo, y los ojos y el pelo negros como el carbón , mis gafas de aviador de las que nunca no me separaba y mis botas militares.

Las mujeres se me ofrecían constantemente y me piropeaban diciendo que tenía la cara de un ángel, un ángel caído, con una sonrisa que tentaría al mismísimo diablo.

Personalmente, ni les creía ni les dejaba de creer, simplemente estaba muy a gusto con mi estilo de vida, disfrutando de lo que me brindaba la vida, pero sin ataduras, ¿para qué? Era un tío joven, atractivo, con algo de dinero en el bolsillo.

¿El futuro? no pensaba mucho en él, salvo en cuantos días tenía de fiesta después de trabajar veinticuatro horas seguidas, si dormiría solo o si el fin de semana tendría suficientes condones.

Ahora…Bueno ahora sólo era un hombre en una silla de ruedas frente a una ventana desde primera hora de la mañana.

Esperando día a día a sanar un poco más, para poder volver a someterme a otra operación que me devuelva el aspecto de ser humano.

Tenía que esperar a que los ligamentos injertados en las piernas se adaptaran y cogieran la fuerza suficiente para aguantar el peso. Eso me llevaba a interminables y muy dolorosas horas de ejercicios que me proporcionaba la fisioterapeuta asignada por el cuerpo de bomberos.

–Sí, de acuerdo, que era una de las mejores. Pero, ¿tenía que ser tan… tan grande? Ni que decir de su alegría, que brillaba por su ausencia.

Las pesadillas se habían convertido en mis compañeras inseparables, lo que provocaba que cada noche se me hiciera un nudo en la garganta al pensar que tenía que meterme en la cama.

Después de salir del hospital el recuerdo del accidente era lo único que invadía mis sueños.

Crac.

Latido.

Crac.

Latido. Latido. Latido.

Silencio. Hasta que un ruido sordo y el crujido característico de cristales rotos me hizo ver en cuestión de segundo que todo había acabado.

el tren de las ocho.jpg

 
 
 

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