En el tren de las ocho III
- Atane Sanz
- 29 abr 2015
- 5 Min. de lectura
Diario de Raquel
Tengo fama de buena-chica, bueno, creo que lo soy, o al menos lo fui. Por lo general no era la clase de mujer que presumía de atraer a los hombres. Eso significaba que probablemente me sentiría más contenta en algún rincón, tratando de fundirme con la pared. De convertirme en la mujer invisible.
Tendría que buscar alguna manera de tranquilizarme antes de empezar a dar gritos y a despotricar lo suficientemente alto, para intentar desenredar este lío en el que sin comerlo ni beberlo me había metido.
En lo que a mi jefe le concernía, desnuda era la mejor manera de mantenerme calladita y relajada.
–¡Como pude ser tan tonta! ¿Cuántas evidencias necesitaba, para comprobar que mi jefe estaba cometiendo un desfalco?
Todo indicaba que su nivel de vida había subido mucho en los últimos tiempos. Han sido muchos años en el banco. Sabía cuánto ganaba un interventor, y desde luego no daba para mantener una casa en la playa, además de varios coches de coleccionista.
Me creí enamorada. Me sedujo. Durante un año fui su amante…¡Ilusa, boba, idiota!
Me dejaba hacer, mientras el enterraba su cabeza entre mis piernas, devorando mi sexo. Yo soñaba que me quería, que formaríamos una familia. Que volvería a sentirme parte de alguien. Él solo aprovechaba el momento para satisfacer su lujuria.
Yo imaginaba una casita a las afueras, con su pequeño jardín y quizás un perro grande y vago para vigilar a los niños. Él me manoseaba las tetas y se restregaba enardecido, como un cerdo en un barrizal.
Me sigo sintiendo humillada, a pesar de que lo denuncié, de que todo salió a la luz y yo quedé exonerada de cualquier delito…Pero sin trabajo. Encima, sin trabajo.
Ya no era una buena imagen para la empresa. Los accionistas ya no me verían como una buena asistente de administración, si no alguien que seguramente había estado revolcándose en la mesa de reuniones con el interventor. Alguien que vigilaría todos sus movimientos y les delataría a la más mínima sospecha.
¿Y mis compañeros?¿Quién querría trabajar conmigo cerca? Seguramente se sentirían incómodos.
La vergüenza seguía taladrándome las entrañas y mi mente se empecinaba en recordarme a todas horas cuando escuché la conversación que mantenía con su verdadera amante, fue, sin lugar a dudas peor que una bala en la frente.
―¿Crees que este plan funcionará? ―preguntó ella.
―¿Tienes otro mejor? ―Contestó él. – Mírala. Es una simple asistente. Se ve tan dulce, que nadie sospechará. Eso nos dará tiempo a estar lejos y transferir los fondos que he puesto en la cuenta que abrí en su nombre.
Para entonces, ella será la culpable y nosotros podremos disfrutar de la vida que nos merecemos.
–¿Acaso crees, que he disfrutado teniendo que acostarme con ella? –Dijo él.
No quise seguir escuchando lo que contestó ella. Me limité a seguir grabando la conversación en mi móvil, pero dejé que mi mente volara a otros lugares más felices.
Recordar las mañanas de verano con mi hermano gemelo, era sin lugar a dudas mucho mejor que escuchar como tu dignidad es arrastrada por el fango sin ningún miramiento.
Me encontré de la noche a la mañana sin trabajo, sin dinero y sin orgullo.
Menos mal que alguien en el más allá, seguramente Gabriel, se apiadó de mí y me echó una mano.
Encontré un piso en el extrarradio, que quedaba cerca de la estación del tren, lo que me permitiría llegar al centro de Bilbao en apenas 34 minutos si encontraba un trabajo. Aunque tenía que compartirlo con tres monumentos pertenecientes al cuerpo de bomberos. Pero el alquiler era bajo, y la mitad del tiempo estaba sola, así podía disfrutar de mi desgracia sin testigos.
A pesar de que verlos a ellos por la casa sin camisa podía acabar con el celibato de una Santa, yo prefería mantenerme alejada y deleitarme con mi desgracia.
Cuanta falta me hacia Gabriel en ese momento. Cuanto lo echaba de menos. Y mi madre. Mi querida madre. Siempre tan silenciosa y tan sabia. Durante mucho tiempo no entendía y así se lo hacía saber como una mujer como ella se había dejado engañar por un hombre hasta el extremo de dejarla plantada el día de su boda, en el juzgado, embarazada de cinco meses y de gemelos nada menos.
Pero ella siempre me argumentaba que había valido la pena.
–Hija, soy tan egoísta que no quería compartir vuestro cariño con nadie.
Ya hacía ocho años que un cáncer de mama, descubierto en una revisión rutinaria, se la había llevado para siempre. No supimos ver los síntomas de la metástasis, si es que se pueden ver. El cansancio repentino, la desgana, la pérdida de peso y la desaparición del brillo en sus ojos. No lo vimos venir. No vimos las señales. Mi pequeña familia, mi mundo, empezó a desmoronarse con la muerte de mamá.
Por lo visto había heredado el egoísmo de mi madre porque ahora le reprochaba el habernos dejado solos a Gabriel y a mí.
–¡Mierda, mamá! Te necesito tanto. Aunque sólo sea para regañarme. ¿Sabes? Muchas veces me miro al espejo para recordarte. Gabriel dice que tengo tus ojos. Así que me planto frente al espejo y los miro para convencer a mi cerebro que estás conmigo, que no me pierdes de vista.
Pasados unos meses mis compañeros de piso me informaron que en la estación de bomberos donde trabajaban, andaban como locos buscando a alguien capaz de estar doce horas atendiendo el teléfono y sin perder la calma. Alegaron que me habían estado observando y creían que era ideal para el puesto, además de alegrarles la vista durante las largas horas de guardias.
Bueno en ese momento no tenía trabajo, mi autoestima estaba por debajo del nivel del mar y no quería, ni tenía ganas de relacionarme con nadie, mucho menos con hombres. Estar encerrada en una habitación, con una centralita telefónica, se me antojaba muy apetecible. Nada de cara al público, simplemente escuchar y actuar en consecuencia.
Mantener la calma, tranquilizar al que llamaba para aconsejarle, mientras daba los pasos de rigor, e ir informando a mis compañeros del cuartel de bomberos, el samur, la policía, o a quien hiciese falta siempre desde mi teclado de ordenador.
Mi organización el primer día fue un desastre.
Tenía que empezar a trabajar en la estación de Bomberos a las nueve en punto, si perdía el tren de las ocho llegaría tarde.
Metí el cinturón por las trabillas de mi vestido azul marino, los pies en mis zapatos negros favoritos y me miré otra vez en el espejo del baño.
—Vas a llegar tarde —. Me dijo Marcos con una gran sonrisa detrás de mí.
—No puedo ser buena en todo—. Le contesté atusándome la melena larga y oscura unos segundos, pasándola de un lado al otro, para darle un aspecto menos repeinado.
Mis ojos color ámbar parecían cansados, les faltaba chispa. Sin duda como resultado de tanta autocompasión.
Sólo hacia unos meses que me vine a vivir con los chicos. Nos estábamos adaptando, aunque algunas veces, sobre todo cuando tenían un par de días libres, me sacaban de mis casillas pues se comportaban como un trio de universitarios de película americana. Seguramente sus hígados no tardarían en pedirles un descanso
Casi le tengo que dar la razón a Marcos, me entretuve demasiado en arreglarme y para colmo calzarme con diez centímetros de tacón para terminar corriendo por el andén de la estación y no perder el tren.
Pero en estos momentos de mi vida, y después de todo lo sufrido, necesitaba verme bien. Sentirme profesional y femenina. Puede que no muchos lo entiendan. Pero cuando te han degradado tanto, es como un ritual de exorcismo.
¡Cosas de mujeres! Como diría mi hermano.



































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