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Nocturna

  • Laura Coratgé
  • 29 abr 2015
  • 4 Min. de lectura

¿Oyes cómo cruje la arena bajo tus pies?

¿Cómo puede provocar tantas sensaciones un sonido tan simple?

Nunca sabrás qué hace alguien como tú paseando sola por una playa olvidada, porque realmente no deberías estar ahí. Tu conciencia pide que vuelvas a casa.

Es de noche. Podrías cruzarte con gente indeseable.

Y, sin embargo, sonríes.

La arena está caliente y no te importa llevar las sandalias en la mano, de hecho lo prefieres. Siempre te ha gustado marcar bien tus pasos entre las olas, aunque luego acabes poniéndote perdida.

Eso demuestra que sigues siendo una niña.

Se te eriza la piel por algo más que la emoción. La lluvia parece haber olvidado llevarse consigo el frío, pero estás bien aunque la brisa te corte los labios

¿Cuándo te enamoraste del mar? Quizá fue al perderte voluntariamente para huir del ruido y encontrar su calma.

¿Por qué lo amas todavía? No estás segura.

Tal vez por el refugio silencioso que ofrece solo para ti. Porque el olor a agua salada puede hacerte revivir en los peores días. Quizá no encuentres la respuesta jamás. Tampoco la necesitas.

Pese a que la arena a veces te queme los pies y sus aguas intentasen robarte el aliento en una ocasión, allí se ha quedado una parte importante de todo lo que eres. Tus sonrisas más sinceras y tus lágrimas más amargas. Tus recuerdos.

Aún así, falta algo. Algo que añoras con demasiada fuerza.

El silencio grita para hacer notar su ausencia mientras la playa y el mundo (tu pequeño gran mundo) se ahogan en el vacío.

Deberías volver a casa, las conchas rotas te arañan los pies descalzos… Pero poca gente ha conseguido que siguieras sus consejos.

Sabes bien que él estaba entre esa minoría.

Te hizo entender y logró encontrarte cuando deseabas permanecer perdida. Ahora añoras esos logros imposibles mientras vas sintiendo que el aire pesa cada vez un poco más.

Parecía fuerte, ¿verdad? Inalterable, indestructible, tanto que casi te intimidó al principio.

Y aún así deseaste protegerle ese día en el que, durante unos segundos eternos, lo viste desmoronarse entre tus dedos. Sentiste el impulso de abrazarlo, deslizar una mano sobre su espalda y susurrar un “todo irá bien" en el tono que él solía utilizar y siempre te sonaba tan creíble... Pero no lo hiciste. Apretaste un poco su brazo y sonreíste sin decir nada porque, mientras empezabas a caminar más despacio, algo te dijo que aquello era suficiente.

Y lo fue, cosa que no es de extrañar.

Aquellos que aman las palabras tanto como tú son los que mejor comprenden el valor de un buen silencio en el momento adecuado.

Ahora te falta alguno de esos momentos.

No sabes muy bien dónde fijar la vista. ¿En esa familia que camina al otro lado de la arena? ¿En las terrazas lejanas donde aún queda alguien y sus sombrillas, con los colores apagados por la falta de luz?

No. Nada de personas, pequeña. Nada de sonrisas.

Se parecen demasiado a la suya y, al mismo tiempo, no tienen nada que ver. Sabes bien que ninguna otra te ha parecido nunca tan bonita.

¿Vas a dejar que los recuerdos te duelan siempre?

Te paras en seco, justo en el centro de la playa. Por tu expresión cualquiera diría que acabas de acordarte de algo importante, pero te limitas a esconder los brazos tras la espalda y clavar los ojos en el cielo.

Como siempre. Extraña manía la tuya: ir mirando hacia arriba aunque no haya nada interesante a lo que prestar atención. La de veces que te has caído por caminar así.

Las estrellas te calman. Da igual que no se vean demasiadas, una sola basta para que te quedes observándola como si fuese el espectáculo más hermoso del mundo.

Pero no puedes mirarlas siempre. El reloj corre.

Te esperan.

Te esperan, sí, pero ahora te importa un poco menos. Quizá porque tú también esperas algo.

Una carcajada. Un abrazo. Una broma. Un simple silencio agradable.

Los anhelas más que esperarlos, pero ahora mismo te quedan demasiado lejos.

Un viento repentino lo revuelve todo: la arena, tu pelo, tu ropa… Es frío y molesto, pero arrastra consigo algo que casi te hace querer darle las gracias.

Música.

Una melodía en concreto. Demasiado conocida y menos dolorosa de lo que esperabas, según puede verse en tu rostro ahora tranquilo. Y al escucharla tu memoria vuelve a vivirlo todo de nuevo, haciendo que lo veas otra vez durante el tiempo que tarda en extinguirse un parpadeo.

Sonríes casi sin querer. Parece que hayas crecido varios años en un par de segundos cuando se te curvan los labios.

Podría decirse que ha sido así, ¿verdad?

Porque no sabes cómo ha pasado, pero de pronto se te han cerrado las heridas.

Ahora las cosas que tanto deseas parecen no quedar tan lejos, casi las sientes de nuevo mientras te llevas las manos hacia la cadena que rodea tu cuello y deslizas los dedos para agarrar aquello que cuelga en el extremo.

Lo haces y se te ensancha la sonrisa.

En realidad no se ha ido del todo, ¿cierto? Quizá algún día puedas buscar refugio en alguno de vuestros silencios.

La melodía cesa y bajas la vista, en parte porque empieza a dolerte el cuello de mirar hacia arriba. Mueves la cabeza hacia ambos lados y es ahora cuando pareces darte cuenta de dónde estás y el tiempo que llevas ahí… Aunque, a decir verdad, no te importa mucho.

Pocas cosas pueden alterarte.

No vuelves a ponerte las sandalias ni te sacudes la arena de las piernas, pero das media vuelta mientras te apartas el pelo de la cara. Lentamente. Casi como una de esas bailarinas de las cajas de música.

Y trazas sobre tus propias huellas el camino de vuelta a casa. Después de todo ya tienes el corazón entero de nuevo.

La playa no puede ofrecerte nada más esta noche.

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