En el tren de las ocho IV
- Atane Sanz
- 30 abr 2015
- 5 Min. de lectura
La rutina me vino muy bien. Empecé a tomar el tren de las ocho, que me dejaba a escasos cinco minutos de la estación de bomberos. El cambio de turno comenzaba a las nueve de la mañana y terminaba a las nueve de la noche. Doce horas ante un ordenador con los auriculares puestos a modo de diadema, que me facilitaban hablar y escuchar a la vez, mientras mis manos volaban sobre el teclado. Comía incluso allí, con cuidado de no volcar el zumo o el refresco y de no llenar de miguitas las teclas que de tanto usarlas estaban medio borradas.
Mi compañera Marga era una mujer atractiva de unos cincuenta años, rubia natural, bueno en su momento lo fue, ahora necesitaba una manita de chapa y pintura como decía ella y unos expresivos y sensuales ojos castaños.
Prefería el turno de noche, y a pesar de eso siempre lucía una gran sonrisa en los labios.
—Buenos días, cielo.—me saludó acomodándose en el borde de mi mesa.
—Buenos días Marga. ¿Dónde está todo el mundo?
—Bueno, el Capitán Ramiro tiene el día libre, y se va a pescar, aunque si por mi fuera solo pescaría un resfriado, pero como es un merluzo, le sienta bien el agua. Le cubre Balastegui, así que evita tener que avisarle, está que se lo llevan los demonios. Seguro que Maite le ha vuelto a dejar la tarjeta de crédito temblando.
Con esa mujer nunca se gana lo suficiente.
Creo que cada día que pasa, Balastegui está más decepcionado de haberle quitado la mujer a Ramiro.
Tendrías que haber estado aquí por ese entonces cielo. El capitán Ramiro entró en su despacho y los encontró tirados en el suelo, el con los pantalones enganchados en las rodillas que apenas se podía mover, ella sujetando una cámara de fotos, con la falda remangada tapándole la cara, follando como conejos, y en lugar de montar un escándalo ¿sabes que hizo?
–No, no puedo ni imaginarlo. Es un hombre tan serio, que asusta un poco.
–Pues te cuento. Se acercó a ellos, se quedó un rato mirándolos hasta que carraspeó para que le prestaran atención.
¡Estaban tan concentrados! Que ni cuenta se dieron. En fin que cuando lo miraron, con cara de asustados, temiéndose lo peor, él les dice: “Por mí no se interrumpan, recojo unos documentos y salgo enseguida, sigan, sigan”
–No me lo puedo creer. ¿Y qué pasó?
–Pues pasó lo que tenía que pasar. En cuanto se dirigió a la puerta para marcharse, empezaron a balbucear, que si no es lo que parecía, que no se pensara que estaban haciendo nada malo, en fin una cantidad de tonterías que para que contarte. Entonces Luis Ramiro, se giró a Balastegui y con una gran sonrisa le estrecho la mano y guiñándole un ojo le dijo: “Te debo una amigo. Te llevas una joya” y salió riendo a carcajadas. Después se les vio caminado por el pasillo en dirección a los vestuarios.
Él iba detrás de ella diciéndole: “– Pichoncita, no te pongas así, espera que te ayudo. Y ella con la falda enganchada en las bragas luciendo su anoréxico culo diciéndole: “–Idiota, eres un idiota, lo has estropeado todo”.
Alguien consiguió una instantánea de ellos discutiendo, completamente desaliñados y la colgó en el tablón de anuncios de la entrada. Cada día alguien, creemos que Balastegui, rompía la foto. Al día siguiente había otra. Dejaron de ponerla cuando Balastegui pidió el traslado a oficinas en el centro.
Mis chicos pueden ser terribles. Cuando la toman con alguien, se ceban bien.
Por cierto, esos guapísimos y sobre-hormonados muchachos, presienten que se aproxima el fin de semana. Mejor que no luzcas ese impresionante cuerpecito tuyo o empezarán a aullar a la luna.
–¿Entonces? Si Balastegui pidió el traslado. ¿Por qué está aquí cuando el Capitán tiene fiesta?
–¡Muy sencillo! Como te dije, Maite tiene un ritmo de vida muy, pero que muy alto. Le gusta gastar, y adora despilfarrar. Así que Balastegui, viendo que su sueldo no le daba para mantenerla a su lado, se pidió el puesto de reemplazo de vacantes y así se saca un pellizquito para mantener los caprichos de su “pichoncita”. Por eso el Capitán no le tiene rencor. De hecho creo que le está agradecido por hacerle el favor de quitársela de encima.
Después de ponerme en antecedentes se marchaba tan feliz como cuando entraba doce horas antes. Joder, y encima parecía fresca como una rosa.
–¿Existe la gente que es realmente feliz?
Mejor no lo analizaba demasiado, o terminaría llorando en el baño, otra vez, por dejar que la vida me vapuleara a su antojo.
Me sentía muy satisfecha con el trabajo. Me trataban como a un compañero más. Nada de groserías, ni intentos de seducción. Eso me daba confianza en mí misma. Puede que fuera el principio de una nueva vida. Una vida normal, sencilla, sin sobresaltos, excepto por el timbre del teléfono de emergencias...Empecé a moverme más por el recinto, ya no estaba tan tensa y eso me permitía bromear con los chicos, creando lazos de camaradería y confianza que nunca pensé que existieran.
Ver para creer. Empezaba a sentirme feliz y eso me asustaba.
Una mañana mientras esperaba el tren de las ocho, dirigí la mirada al otro lado de la estación hacia el edificio de apartamentos de enfrente, donde un hombre miraba desde un gran ventanal.
El corazón me golpeó el esternón y mi respiración alcanzó velocidades peligrosas.
De repente me sentí mareada y mi boca se secó.
Me quedé ahí parada, sin más, mirando a ese hombre mientras él, a su vez, me miraba a mí.
El pelo negro corto al estilo militar coronaba su anguloso rostro, cubierto por una barba de varios días. Sus ojos permanecían ocultos tras un par de gafas de aviador que descansaban sobre unas mejillas. Su camisa celeste casi reventaba en las costuras de sus hombros. Los bíceps sobresalían bajo las mangas cortas. El algodón suave se aferraba a cada valle y depresión de su pecho.
Era un hombre con mayúsculas, de la clase que hacía que una mujer se tragara la lengua. La clase de hombre sobre la que mi madre me tendría que haber advertido.
–Sólo mirándole, tenía dificultades para respirar–. Le dije a Marga antes de comenzar mi turno.– Cada centímetro de él estaba duro. Si quisiera una fantasía en carne y hueso, él lo sería. Tatuaría su nombre en mi cuerpo. Y con mayúsculas.
–¡Por Dios! si de lejos ya te derrite de ese modo. Verlo de cerca debe ser una maravilla–.Contestó ella, antes de marcharse.
Y tenía razón. ¿Cómo sería verlo de cerca?
Con ese pensamiento me levantaba cada mañana para ir al trabajo.
Me esmeraba más en mi atuendo diario, y salía un poco antes para poder mirarle sin que se notara demasiado. A ese paso iba a terminar como espía para la antigua KGB.
Siempre he sido muy tímida y después de la experiencia, con más razones. Pero el hombre de la ventana, me hacía sentir cosas que nunca había ni imaginado. Me hacía desear el cuento de hadas, donde el príncipe encantador, quedaba perdidamente enamorado de mi. Y soñar no cuesta dinero ¿Verdad?
Así, seguí soñando, con la ilusión de verlo cada mañana.
A pesar de la distancia que existía entre nosotros, distancia que no era sólo física. Construimos un lenguaje de miradas. Creo que llegué a conocer su estado de ánimo. Debía estar convaleciente por algún accidente, porque de vez en cuando, lo veía sin camisa y con una venda que abrazaba su pecho.
Y de repente…nada. No estaba en la ventana. Las persianas grises de su apartamento permanecieron cerradas durante días.
Y mi corazón se quedó encerrado en un puño. Una angustia desmedida me invadía día y noche, al pensar que quizás… No, no podía ser. Estaba sanando, estoy segura, y lleno de vida. Seguro que había una explicación lógica…pero mi alma no la encontraba, y la tristeza se adueñó de mí. Mi vida volvió a ser de color gris.
Como esas persianas que permanecían día tras día cerradas y sin vida tras ellas.

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