En el tren de las ocho V
- Atane Sanz
- 1 may 2015
- 7 Min. de lectura
Capítulo 2
Carlos
¡Maldita sea! Sí, ya sé que el injerto de piel estaba previsto. Pero… un mes entero sin verla… ¿Y si conoce a alguien? ¿Si se enamora perdidamente de un hombre completo y sin cicatrices?
Lo sé, se merece lo mejor. Alguien que la sostenga, que no esté aterrado por culpa de las pesadillas. Yo no soy ese hombre. ¡Pero me duele tanto!
Durante las semanas que han transcurrido, nos hemos mirado. Sé que ella también lo ha sentido igual que yo. Nos hemos comunicado solo con vernos. Y en cada momento, cuando nos hemos quedado prendidos uno del otro, estoy convencido que le he mostrado mi alma.
Si me operan ahora, puede que la pierda. Nuestro vínculo no es tan fuerte.
Tengo miedo. Miedo a perderla, miedo a tenerla. Miedo a no ser yo mismo de nuevo. Miedo a quedar en las sombras, como el fantasma de la opera. Y tener que tragarme esto que siento.
La mañana antes de mi sexta operación, no dejé que me viera.
La miré desde mi ventana, pero con las persianas bajadas lo suficiente para que no adivinara que me escondía tras ellas.
Su preciosa carita se transformó por un instante, reflejando una tristeza que me llenó el corazón de esperanza. ¿Eran imaginaciones mías?
La miré por última vez y me despedí con un millar de besos imaginarios, prometiéndole que regresaría a por ella como un hombre nuevo.
–Espérame mi amor… Renaceré para estar contigo…No me olvides mi pequeña secretaria.
Un microbús preparado para el transporte de minusválidos, me esperaba en la puerta.
Alejarme de ella me costaba la vida, como si años luz se interpusieran entre nosotros y sin embargo apenas estaríamos separado por 10 km. Doce eternos minutos en coche.
Cuando el microbús tomó la N-637 cerré los ojos y no pude evitar sentir que las lágrimas humedecían mis mejillas.
Sé que nos han educado con la premisa de que los hombres no lloran y puede ser verdad. Yo sólo soy un ser humano con un montón de sueños rotos y la esperanza de que la vida deje de castigarme.
Un ser humano que tan solo necesitaba calor humano, aunque realmente agradecía que mi madre y mi hermana, no pudieran estar conmigo. Me desmoronaría como un niño pequeño, simplemente mirándoles a los ojos, viéndolas sufrir por mi culpa. Mi madre estaba demasiado delicada como para viajar y mi hermana ya tenía bastante con cuidar de ella y de mis dos sobrinos.
Mi padre y mi cuñado bomberos también, habían muerto tres años atrás en un derrumbamiento en una mina en la que habían quedado atrapados una docena de mineros. No podía añadir más dolor a sus vidas. De momento había podido disimular medianamente el alcance de mis heridas, y tenía la esperanza que para las próximas Navidades poder visitarlas sin necesidad de atormentarlas con mi aspecto.
Ahora tenía que ser fuerte para lo que me esperaba y al mismo tiempo necesitaba un abrazo, una caricia, que me asegurara que todo iba a salir bien.
El cirujano me aseguró que un injerto puede cicatrizar en unas tres semanas y tres más para recuperar la sensibilidad.
Dado la amplia extensión de mis cicatrices no se podía hacer con mi propia piel, pero el resultado sería igual de espectacular.
Calculamos que en ocho semanas podría estar haciendo una vida medianamente normal, y después con paciencia, hasta recuperarme prácticamente al noventa por ciento.
Quedarían algunas marcas tanto en la cara como en el pecho y las piernas, pero nada comparado con lo que tenía hasta ahora. Me metí en el quirófano con la dulce imagen en mi mente de mi pequeña secretaria.
La buscaría, la encontraría costase lo que costase. Y si es verdad que Dios existe, conseguiría que me quisiera por quién soy. No por mi aspecto.
El hombre guapo y mujeriego que una vez fui, murió en el incendio. había sido lo peor que me había pasado en la vida pero al mismo tiempo, a pesar de parecer loco, también había sido bueno, cambió mi visión del mundo, y mi modo de vida.
–Lo estás haciendo muy bien Carlos. Ahora cuenta de cien a cero, muy despacio. Cuando despiertes, no quedará ni una enfermera en la planta, que no quiera cuidarte.
–Cien…Noventa y nueve…Noventa y ocho…Noventa…Y siet…
Nueve semanas más tarde salía del hospital con energías renovadas.
Las intervenciones habían sido un éxito. Los injertos habían arraigado perfectamente, gracias a los cuidados de todo el personal. La tenue luz de la habitación, la música relajante, la limpieza extrema, y una buena alimentación, dieron sus frutos.
Marcelo no se separó de mí durante el post-operatorio y vino al hospital todos los días. Si su amistad ya era importante para mí, en esas semanas se afianzó en mi corazón como un hermano del alma.
En sus visitas aprovechaba para meterse conmigo y sacarme una sonrisa, además el sinvergüenza aprovechaba cualquier ocasión para ligar con alguna de las enfermeras y restregármelo por la cara.
Salí a la luz del día por mi propio pié, sólo apoyándome en un bastón para poder caminar. Me calé mis gafas de aviador y di el primer paso de mi nueva vida. La leve cojera me daba un aire de cachorro desvalido. Al menos eso me decían las enfermeras, y les creí, pues sorpresivamente empezaron a decidir a quién le tocaba atenderme y los botones de sus escotes se desabrochaban cada día con más asiduidad.
Sólo que para mí, no había más mujer que mi morena de la estación.
Al día siguiente la esperaría en mi ventana. Tenía que saber si me había olvidado. Si iría con alguien, o simplemente si ya no tomaba el tren.
También tenía que ir al trabajo. Entregar la documentación y convencer al Capitán Ramiro para que me diera un puesto en la estación de bomberos. Ya no podría salir a sofocar ningún incendio, pero podía dar soporte telefónico y apoyar a mis compañeros de algún modo. La experiencia era mi única carta de solicitud.
No quería permanecer sin hacer nada y no podía volver a lo que hacía antes. Pero podía ayudar y ganarme el sueldo.
No quería sentirme un inválido, necesitaba salir, trabajar, ayudar en lo que fuese y como fuese.
A la mañana siguiente decidí esperarla en la estación, no tenía sentido mirarla de lejos. Quería ver de cerca a la mujer que me quitaba el aliento. Comprobar que no estaba con nadie. Escuchar su voz. Saber su nombre, y si no salía disparada a la primera comisaría y solicitar una orden de alejamiento, pedirle una cita.
Había llegado la hora de retomar las riendas de mi destino. Se terminó estar enterrado en vida, con miedo a respirar aire puro.
Tenía que causar la mejor impresión posible, así que me duché, afeité y me vestí con unos vaqueros gastados y una camiseta negra. Ya no me quedaba tan ajustada como antes. Evidentemente había perdido peso. Pero nada que no pudiera recuperar con un ejercicio suave y constante.
La vida está hecha de momentos, unos más felices que otros. Supongo que he vivido sin preocupaciones durante mucho tiempo, con el ego demasiado alto.
Pero creí, estaba seguro, que había pagado con creces todos y cada uno de mis excesos. ¡Me equivocaba!
Durante dos largos meses solo tenía en mente a mi pequeña secretaria. Echarla de menos se había convertido en una sensación permanente. No importaba que sólo hubiera estado a 10km de distancia. Me esforcé y sufrí para ser digno de ella. Para parecer medianamente lo que una vez fui, creyendo que con mi deseo era suficiente.
No estaba en la estación. Esperé… esperé, pero no apareció para tomar el tren.
Empezaron los calambres en las piernas por estar sentado en la misma posición durante horas y horas y un frío intenso me recorrió la columna vertebral. Me sentí desorientado y durante un segundo, solo un segundo deseé desaparecer.
Una semana más tarde me di cuenta que no volvería a verla y lloré. Lloré por tener que despertar de un sueño. Lloré como no lo había hecho en años. Como no había llorado en el entierro de mi padre y mi cuñado.
Esa misma noche tomé la decisión más dura de mi vida. No se equivocaba aquel que dijo, que hay momentos en la vida en que los árboles no nos dejan ver el bosque.
No tardé en prepararlo todo para terminar mi convalecencia lejos de la ventana que me traía el recuerdo de lo que nunca había sido mío.
Hablé con Marcelo para que él se encargara en alquilar mi apartamento mientras yo estaba fuera. El dinero era lo de menos, solo quería salir de allí.
–¿Estás seguro de lo que vas a hacer?
–Sí, no te preocupes, de verdad. Estaré bien. Además sabes que mi madre y mi hermana han estado muy preocupadas. Haré la rehabilitación allí. Después…ya veremos. ¡Eh! Pero estaremos en contacto. Y a ver a quién alquilas mi apartamento. No quiero que me lo destrocen.
–Claro, claro. No sufras, amigo. Seguro que podré alquilar tu pequeño palacio a alguna princesa sorda que no le importe dormir entre las once y las seis de la mañana. Quién sabe, quizá encuentre a su príncipe azul mientras mira los trenes por el ventanal. Y creo que tengo a la candidata perfecta para el puesto.
Por un instante me quedé mirando hacia la ventana, donde tantas horas había pasado, recordando la última vez que la había visto y los besos que nunca le di, la promesa en la distancia de recomponer mi cuerpo y ganarme su corazón. Y también recordé como dolía no volverla a ver en el tren de las ocho.
A pesar de tantas intervenciones me quedó una herida abierta, justo en el pecho. Una herida que ninguna cirugía podría sanar, sólo ella tenía el poder de devolverme la ilusión. Ni siquiera sabía su nombre ni dónde encontrarla. ¿Irónico, no? Vivía frente a la estación y perdí mi tren. El único tren que nunca quise dejar escapar.

Comments