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En el tren de las ocho VII

  • Atane Sanz
  • 3 may 2015
  • 8 Min. de lectura

Capítulo 3

Carlos

Marcelo me había hablado tanto de Raquel, que tuve la necesidad de llamarla.

No estoy seguro si por la curiosidad que habían despertado los comentarios de mi amigo, o mi maldita estupidez por estar obsesionado con una desconocida.

Desde luego su voz me impactó. Tal y como me había contado Marcelo, se notaba que era muy dulce, tranquila y atractiva.

Bueno, él me dijo que era una morenaza muy guapa de ojos color miel y con curvas suficientes como para arriesgarse a conducir sin frenos. Mi mente hizo el resto y rápidamente la convertí en la mujer de mis desvelos.

Sabía que no era la mejor idea, pero mi subconsciente se puso manos a la obra, dándome una pequeña esperanza.

¡De ilusión también se puede vivir! ¿Qué podía perder?

Parecía una estupidez, pero hablar con ella me reconfortó. No hacía daño a nadie. Solo a mí mismo.

Metí el móvil en la chaqueta vaquera, recogí mis gafas de aviador, de las que nunca me separaba y salí de mi habitación en el centro de rehabilitación, para dirigirme a la casa de mi madre y mi hermana, donde me atosigarían con preguntas como –¿Por qué prefiero un centro hospitalario, en lugar de quedarme en su casa? O –¿Qué le está pasando a tu sentido del humor?

No había ninguna razón para explicarles los tormentosos pensamientos que anidaban en mí alma. El miedo que me perseguía cada vez que notaba el más mínimo olor a humo, ya fuera de un cigarro o de una puñetera tostada. El sentimiento de soledad y de pérdida. Las pesadillas. El dolor que provoca el fuego cuando muerde tu carne hasta consumirla. No quería que me viesen de ese modo.

Tenía mi orgullo ¡Joder! Era un sobreviviente, un luchador y me negaba a consentir miradas compasivas por mis cicatrices, o mi leve cojera.

Treinta minutos separaban el centro donde me ingresé voluntariamente de la casa que habían comprado mi hermana y mi madre en el centro Brión, una de las muchas ciudades dormitorio del extrarradio de Santiago de Compostela.

Me abrió la puerta mi sobrino Antón, que después de saludarme salió corriendo para su habitación, no sin antes decirme que su madre estaba en la cocina, y la abuela con su hermano el llorón en la sala de estar. A sus seis años era un artista en el manejo de la x-box.

Después de saludar a mi madre con dos besos y a mi sobrino Carlitos, con un pellizco en esos mofletes sonrosados que tienen los niños pequeños, me dirigí a la cocina a saludar a mi hermana.

¡Siempre ha sido tan mandona! Que a veces me pregunto qué haría sin sus consejos y regañinas.

El olor a lacón con grelos despertó mis recuerdos de la infancia. De ese tiempo sin preocupaciones, ni dolor. De esas tardes larguísimas de verano sin tener nada que hacer salvo la piscina, o el mar cuando había posibilidad.

De mi bicicleta Orbea Furia roja brillante, con cintas colgando del manillar y el espejito retrovisor que llegó a colocarme mi padre con sus propias manos.

–Hola ¿Cómo se encuentra hoy mi hermano favorito?

–No me jodas Merxe, soy el único hermano que tienes.

–Menuda cara que traes. Si estás de mal humor mejor no hubieras venido. ¿Qué te pasa? ¿Qué ronda por esa cabecita, renacuajo?–. Y aprovechó para darme un abrazo de esos que te hacen saber que le importas.

–En realidad, estuve tentado a no venir hoy. Pero recordé lo que había para comer, así que estoy dispuesto a soportarte mientras llenas mi barriga.

–Me subestimas hermanito, lo he hecho a propósito para sonsacarte y cotillear un rato. He hablado con Marcelo ¿Sabes?

–No entiendo lo que quieres decir Merxe. No tengo nada interesante que contar ni se que se trae entre manos Marcelo. Y por cierto ¿Desde cuándo y sobre todo, por qué tenéis Marcelo y tu intercambio de secretos?

–Anda Carlitos, cambia la cara y alegrémonos que estas bien y estamos juntos.

–Me estas ignorando la pregunta, pero está bien, ya me enteraré que está pasando entre vosotros. Ahora dime ¿en qué te ayudo?

Preparamos la mesa y nos bebimos un par de cervezas, mientras mi madre aprovechaba para tocarme la cara o me acariciaba el brazo.

No era difícil entender sus sentimientos.

Ya no era un niño, y sabía por experiencia que los hombres no se toman muy bien cierto tipo de mimos. Aunque reconozco que me sentía mejor cuando notaba el calor de sus caricias.

Su amor, sus pesares, su devoción para con nosotros, le estaban desgastando rápidamente. Pero se negaba a abandonar.

–Abandonar es de débiles hijo.

–Lo sé madre. Tú me enseñaste eso. Te quiero vieja. Lo sabes ¿verdad?

–Lo sé hijo. Yo te adoro. Pero no me llames vieja o tendré que darte unos azotes en el culo, como cuando eras pequeño.

No me quedó más remedio que abrazarla. Lo estaba deseando. La abracé como cuando era niño y quería retenerla a mi lado para siempre.

–Carlos hijo. No te metas con tu hermana. Ella mejor que nadie sabe lo que es el dolor, y no hablo del dolor físico, como el que tú por desgracia has tenido que sufrir. Hablo del dolor del alma, el de la decepción y el engaño. Pero mírala. Luchando, mirando hacia delante. No se ha dejado doblegar. Y cada mañana, se levanta con una sonrisa. Se preocupa por nosotros. Por ti, por mi, por los niños. A veces creo, que te conoce mejor ella que yo que te he parido. Por eso, quiero pedirte algo hijo.

–Solo dime, madre.

–Verás hijo, tu hermana…ha pasado por mucho, pero siempre se lo ha guardado para ella, anteponiendo la felicidad de los demás a la suya propia.

–¿Quién le ha hecho daño a mi hermana?

–Thsss, tranquilo hijo. Eso es algo que algún día te contará ella, si quiere contarlo. Lo que yo te pido es que le ayudes a aceptar sus sentimientos, apóyala para que deje de lado sus miedos y sea feliz. Ella se lo merece…y yo no estaré aquí mucho tiempo. Tienes que ser tú el ancla que necesita.

¿Lo harás hijo? Prométeme que lo harás y yo me quedaré tranquila.

–Te lo prometo madre. No entiendo qué me quieres decir, pero la cuidaré.

Pasamos la tarde viendo una película mientras mi madre y los niños dormían la siesta. Cuando Merxe bruscamente sacó un tema que por lo visto la tenía inquieta. Me miró entrecerrando sus ojos tan parecidos a los míos y sonrió.

–¿Qué te parece Raquel?

–Merxe por favor, no estoy de humor. Además no la he visto nunca.

–Dice Marcelo que es… ¿Cómo lo dijo? Espectacular, adorable.

–No sé, ya te digo que no la conozco. Hoy hablé con ella para… concretar cosas del apartamento y tiene una voz muy agradable. No sé más.

–¿Y por qué intuyo que estás interesado?

Se acomodó un poco más en el sofá, bajando la música de los anuncios, puso esa cara de cómplice de secretos entre hermanos que tan bien conocía.

–No digas tonterías hermanita. Hasta hace pocos meses permanecía escondido para no asustar a los niños en la calle. No estoy en condiciones todavía para mujeres.

Pero mi hermana me conocía mejor que nadie. Con ella no valían los secretos.

–Marcelo me contó que cuando saliste del hospital, estabas muy emocionado y que de repente decidiste dejarlo todo. Si te soy sincera, creemos que huías de algo o de alguien. ¿Conociste a alguien que no correspondió a tus afectos? ¿Es eso?

–No es eso Merxe–. Hasta yo me sorprendí por la pena con la que me expresé. Sus ojos no abandonaban los míos.

–Eso sí que no. Cuéntame sobre esa insensible que no supo ver más allá de sus narices.

–No es insensible, es preciosa. Pero no tuve oportunidad de acercarme a ella. Estaba atrapado en una silla de ruedas, lleno de cicatrices…Ella ni siquiera supo que yo existía.

Para cuando pude hacerme el encontradizo, ella, ya no estaba.

–Creí que el accidente te haría aprender a tener un poco de paciencia. Veo que no. No pudiste esperar o intentar averiguar nada. Lo dejaste todo para venir a esconderte en las faldas de madre. Te negaste a intentar ser feliz.

–No lo entiendes. No es tan sencillo. Ella es tan guapa. Tiene algo que me atrae. No sé como explicarlo. Suena depravado. Me obsesioné con ella. En la distancia. Me sentía roto. Material de desecho y ella se veía tan inocente. Cuando la miraba, había algo más que atracción sexual, después… ya lo sabes.

Necesitaba sacar lo que tenia dentro. Explicar lo que me negaba reconocer. Estaba enamorado de una completa desconocida.

–¿Entonces?

–Nada Merxe. Entonces nada.

–Me entran ganas de agarrarte a golpes. ¿Por qué te estás castigando?

–No estoy acostumbrado a ir detrás de las mujeres–. Le grité. – ¿No lo entiendes? Aún tengo que aprender a aceptar mi nueva imagen.

Ella levanto ambas manos–¡Excusas!

–Quiero olvidarme de todo. Punto.

–¿Qué hay con Raquel? Ella está en tu piso, sabe de tus cicatrices, trabaja con tus compañeros. Habla con ella. Date la oportunidad de volver a ser tu mismo.

–No me estás ayudando.

Merxe tomó mi rostro entre sus manos, no le importó la cicatriz que atravesaba mi mejilla izquierda desde la sien hasta la barbilla.

–Estás enamorado, no de una persona si no del sentimiento. Tienes que darte una oportunidad hermanito. Tanto Marcelo como yo estamos seguros que Raquel te puede ayudar a salir del pozo en el que te encuentras. Intenta conocerla. Tienes la mejor excusa para hablar con ella. No tienes nada que perder, en el peor de los casos tendrás una buena amiga. Por lo visto es muy guapa. Se le ve buena persona. Aunque no me hizo gracia lo que mencionó Marcelo…

–¿Qué dijo ese descerebrado?

–Entre otras muchas cualidades, que tiene el mejor par de tetas que había visto en años y que seguro que tú te volverías loco con ella. ¡El muy idiota!

No se me escapó la sonrisa de mi hermana. Esa que pone cuando sabe que he picado el anzuelo, consiguiendo despertar en mí el interés.

–Después de habérmela descrito con tanta vehemencia, piensas que voy a ir tras ella ¿Cómo en una cita a ciegas? Pues no hermanita. Te ruego que no hagas de Celestina.

Y ya que estás tan charlatana. ¿Qué te traes con Marcelo? Y ¿Desde cuándo sois tan cercanos que compartís cotilleos y secretitos?

–Pero qué dices. Anda, anda, que para secretitos estoy yo. Marcelo es tu amigo, siempre vais juntos a todas partes y… bueno se preocupa por ti.

–Está claro que no vas a soltar prenda. Pero entérate hermanita. Averiguaré que os traéis entre manos y mi venganza será terrible.

Por fin me marché creyendo haber dejado zanjada la cuestión. Ella se quedó allí, en el sofá, sé que me miró marchar hasta que cerré la puerta sonoramente tras de mí. De momento sus secretos estaban a salvo. Pero más pronto que tarde intentaría averiguar que o quien estaba haciendo sufrir a mi hermana.

A mi llegada al centro saludé cordialmente a la recepcionista del módulo de habitaciones, cuando apareció en la entrada Laura, amiga de mi hermana desde que iban al instituto y coordinadora del complejo hospitalario con el centro de rehabilitación. Enfundada en una ropa quizás demasiado estrecha, me obsequió con una gran sonrisa mientras se acercaba hasta darme un beso en la mejilla, demasiado cerca de la comisura de mi boca.

No parecía respirar entre frase y frase. De lo bien que me veía. Lo mucho que había mejorado mi aspecto. La satisfacción que sentía al haber podido poner su granito de arena en mi recuperación.

En realidad hablaba tanto y tan deprisa que me esforcé en desconectar de ella. Escucharla me ponía tan nervioso como esa gotera que va taladrándote el cerebro en las noches de insomnio.

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