El legado
- Salva Pérez
- 4 may 2015
- 11 Min. de lectura
Una mañana soleada de primavera estaba desayunando en el jardín de mi humilde, y no por ello, lujosa casa, cuando de pronto la claridad del día se fue tornando oscuridad. Durante una pequeña fracción de segundo creí que había llegado el día del juicio final. Nubes negras como la noche se acercaban por el horizonte. Se detuvieron en seco como si hubiesen visto un fantasma. Retorcí mi cuerpo para observar detrás de mí y descubrir qué era aquello que las había hecho detenerse tan precipitadamente. No había nada. El cielo seguía azul como el mar en calma. Entonces, mi imaginación se puso a funcionar. Imaginé que se iba a celebrar una justa medieval entre dos caballeros: a un lado el caballero gris; en el otro extremo el caballero azul. Los dos a lomos de sus respectivos corceles con la lanza bajo los hombros esperando la bajada de bandera. Cuando el juez dejó caer la bandera ajustaron sus yelmos y sus caballos empezaron a galopar uno hacia el otro con la lanza preparada para la envestida. El vencedor de la justa fue el caballero gris. Lo sé porque en segundos comenzó a llover.
Entré en casa ordenando a mi mayordomo que recogiera inmediatamente el desayuno del jardín. Al estar incomible ordené que preparara otro para tomarlo en mi despacho. Tomé asiento en el sillón del escritorio y me puse a escribir sobre la justa medieval que se estaba librando en el cielo. El timbre de la puerta me hizo regresar de la Edad Media a la época actual. Pasados unos segundos de nuevo sonó el timbre. Esta vez el sonido fue de mayor intensidad.
— ¿Dónde demonios se habrá metido Sebastián?– dije mientras me dirigía a la puerta de entrada—. Debería haber elegido al inglés, son más eficaces.
Abrí la puerta y ¡zas! Allí estaba el señor Pérez vestido de heraldo. Esbocé una sonrisa y el señor Pérez me miró extrañado.
— No haga caso–. Me apresuré a decir.— Estoy escribiendo un relato sobre la edad media y en mi cerebro se ha formado una imagen de usted vestido de heraldo. Pase, por favor.
Me pareció extraño ver su semblante tan serio. Normalmente era una persona muy risueña; sus labios siempre tenían una hermosa y pegadiza sonrisa dibujada. Siempre tenía buena cara para el mal tiempo. Esa mañana su rostro no auguraba nada bueno.
Una vez en el despacho le ofrecí asiento y una taza de café que aceptó muy amablemente. En ese instante, entró Sebastián con el desayuno renovado. Con mirada desafiante y voz algo subida de tono, ordené que trajera una taza de café y unos bizcochos para el señor Pérez. Sebastián me miró con cara de incredulidad a lo que respondí con un desdén y este abandonó la estancia. El señor Pérez tomó asiento en el sofá de piel negra y un servidor en el sillón a juego junto a la mesilla de roble victoriana. No daba crédito a su semblante.
— ¿Ocurre algo?–— dije apresuradamente–. Por su aspecto parece que ha ocurrido algo terrible.
Una mueca en la comisura de sus labios me confirmó que sí había ocurrido algo terrible. La puerta del despacho se abrió y apareció Sebastián con la bandeja. La dejó en la mesilla, me miró como si yo estuviera delirando y se marchó. El señor Pérez intentó coger la taza pero su mano temblaba demasiado para poder sostenerla sin que se derramara el café. Claudicó. No pude soportar más la incertidumbre de saber qué había ocurrido para que estuviera de ese modo y volví a preguntar. Durante segundos su mirada estuvo perdida en la taza de café. Parecía querer encontrar alguna cosa dentro de ella. Seguidamente levantó la cabeza y me miró. Pude ver como una lágrima se deslizaba por su rostro hasta precipitarse contra el labio inferior de su triste rostro. Se acomodó en el sofá y empezó a contar.
— Un día de hace unos cuantos años, estaba en la playa jugando en la orilla con mi hijo, cuando se acercó ferozmente una ola. El agua salada llegó a cubrir el hoyo que, con tanto esfuerzo, habíamos creado mi pequeño y ytfto. Reímos con una carcajada tan grande que despertamos la atención de los que paseaban por la orilla. La risa se detuvo al instante cuando vimos el cubo navegar hacia el mar. Intenté alcanzarlo antes que se adentrara en las rizadas aguas azules del mar. No lo conseguí. Tuve que introducirme hasta las rodillas para recuperar el cubo.— Hizo una pausa que utilizó para examinar el despacho minuciosamente. Después continuó.— Ese momento me recuerda que el destino es igual de caprichoso que la madre naturaleza. Cuando crees estar feliz, llega el destino y te lo arrebata como la ola se llevó el cubo. La diferencia es que el cubo es más fácil de recuperar que aquello que se lleva el destino…
La taza de café caliente había dejado de ser humeante para convertirse en un recipiente frío como la sangre de un reptil. Una luz amarillenta empezó a pintar las paredes del despacho cual pintor colorea su lienzo. Descubrí una agradable melodía que acompañaba a una diminuta figura tras el cristal de la ventana. El aroma a humedad se coló por la chimenea del hogar. El señor Pérez se puso en pie, caminó uno pasos hacia la ventana y se detuvo.
— Ahora que ha salido el sol ¿quieres que salgamos a dar un paseo por el jardín?– dije levantándome y caminando hacia él—.
— He quedado con mi mujer, si quiere podemos seguir hablando de camino, ¿si no le importa?–respondió con voz quebrada—.
— Por supuesto. Será un placer.
En el umbral de la puerta miré hacia arriba y advertí que la justa medieval había llegado a su fin. El cielo era mezcla de un azul como el mar y un gris como el cabello de una anciana. El señor Pérez miró el bastón de tela que llevaba en la mano y justifiqué haber cogido el paraguas porque era un hombre precavido.
Las hojas caídas de los árboles bogaban a la deriva por los diminutos riachuelos que se habían formado con la lluvia. Un niño con un barco de papel anunciaba a los pasajeros imaginarios que el navío se disponía a zarpar. Depositó la embarcación en el riachuelo y el barco con gran elegancia como si de un transatlántico se tratara, zarpó rumbo a un lugar que sólo estaba en la cabeza del niño. El diminuto Titanic navegaba en el pequeño charco cuando chocó contra una hoja zozobrando en el inmenso océano creado por la lluvia. Continuamos caminando al tiempo que el señor Pérez proseguía con su historia.
— Alguna vez he pensado en este momento. Incluso he llegado a imaginar cómo iba a ser. Pero a pesar de ello no me hago a la idea. Creo que nadie está preparado cuando llega el momento por mucha imaginación que tenga.
Cada palabra que formaba la voz angelical del señor Pérez mi perplejidad iba en aumento. Sonó un silbato lejano que a cada paso estaba más cerca. En ese instante, supe que las agujas del reloj pronto marcarían las diez. La bocina del tren volvió a sonar. Mis oídos detectaron un chirrido intermitente. El tren se aproximaba. Cada vez sentía más dentro de mí el sonido de las ruedas rozando con los raíles. Habíamos llegado a la estación. Su fachada de ladrillos rojos era de un rojo tan intenso que me produjo ansiedad. Las tejas que cubrían el tejado eran de color tierra algunas y otras cubiertas de manchas negras. Las ventanas eran alargadas formando una media luna.
— Se está haciendo vieja— le dije al señor Pérez—. Aunque estoy seguro de que nos marcharemos de este mundo y ella todavía se quedará ahí, inmóvil, viendo la vida pasar, oyendo el silbato del tren aproximarse y el chirrido delas ruedas al rozar en los raíles junto con el traqueteo.
— Venga. Quiero enseñarle una cosa— ordenó el señor Pérez con tono celestial.
En el reloj del andén faltaban cinco minutos para las diez. En uno de los bancos, con un ramo de flores sobre el regazo, un joven de cabellos rubios, gafas y bien afeitado, esperaba la llegada del tren. No recuerdo haber visto a nadie sonreír de esa manera. Su boca se abrió de par en par dejando a la vista un dentadura que merecía un cuidado mayor. Se le veía tan radiante que tuve la sensación de escuchar los latidos de su corazón. El joven no podía ocultar que estaba ansioso por la llegada del tren. Un sonido estridente y al tiempo armonioso hizo que el joven, de un salto, se pusiera de pie. Estiró la camisa azul quitándole las arrugas y se plantó en el anden sujetando con firmeza el ramo de unas flores que no supe identificar. La serpiente de acero entraba en la estación anunciando su llegada con un último silbido.
— Ese joven viene todos los días a esperar a su novia— me informó el señor Pérez.
Una joven de cabellos oscuros bajó del tren y fue directamente hacía el muchacho. Los dos se unieron en un fuerte y caluroso abrazo. Ella cogió, con las dos manos, el rostro pálido del joven y besó sus labios. Los dos jóvenes salieron de la estación cogidos de la mano. El señor Pérez y yo continuamos nuestro camino.
— ¿Qué bello es el amor, verdad?—pregunté.
— Sí. ¿Usted hace tiempo que no ama, no es cierto?— respondió secamente el señor Pérez y se adelantó unos pasos. A continuación dijo—. Su arrogancia solo le sirve para crear enemistades.
— Mi arrogancia me sirve para que nadie pueda pisotearme— contesté apretando los dientes.
— Al final, señor, todos dejaremos este mundo tarde o temprano. La humildad y el buen hacer me han ayudado a superar todas y cada una de las penurias que he pasado. Gracias a esa modestia he conseguido que me ayuden y así, aunque con esfuerzo, he podido sobrevivir—replicó el señor Pérez.
— No necesito la ayuda de nadie— contesté enfurecido.
— Alguna vez se necesita la ayuda de alguien. Igual que los demás pueden necesitar nuestra ayuda. La soberbia es el mayor defecto del ser humano. No sólo crea enemigos sino también impide que las personas se acerquen a nosotros— reprochó en tono filosofal.
Repliqué a las palabras del señor Pérez guardando silencio. Durante varios metros, el sonido apresurado de los vehículos al pasar y de unas campanas en la lejanía, rompían nuestro silencio. No andamos mucho más cuando una débil lluvia empezó a caer. Abrí el bastón de tela para refugiarme de las gotas frías que se precipitaban hacia el suelo. Un fuerte soplido del cielo pretendía robar mi paraguas. Luché con todas mis fuerzas para ganar la batalla. La lucha parecía estar en tablas pero mis fuerzas empezaron a mermar. Parecía que el viento había cesado pero en realidad estaba llenando sus pulmones porque con el siguiente soplido se llevó mi bastón de tela. Estiré mi brazo todo lo que pude hasta creer que iba a despegar de los hombros. No logré alcanzarlo. Cuando ya creí haber perdido el paraguas una mano gruesa y robusta se alzó en el aire atrapando con gran facilidad el paraguas. Dirigí la mirada hacia el propietario de la mano y advertí a un hombre de mediana edad.
— Aquí tiene su paraguas, señor— dijo con voz grave.
— ¡Gracias!— exclamé exhausto por el esfuerzo.
— Nunca se sabe cuándo se puede necesitar la ayuda de alguien— dijo el señor Pérez con una media sonrisa en sus labios.
Unos metros más adelante nos detuvimos frente una puerta verde acristalada. Con nuestra presencia la puerta del tanatorio se deslizó invitándonos a pasar. El señor Pérez fue el primero en bajar los cuatro escalones hasta la recepción. Detrás de un mostrador rectangular apareció una cabeza con el pelo canoso y gafas. Saludé cortésmente al empleado el cual me devolvió del mismo modo el saludo. Empecé a subir las escaleras de mármol siguiendo al señor Pérez quien, aferrado a la barandilla dorada, estaba llegando al piso superior. La estancia estaba abarrotada de personas conversando y dándose la mano al tiempo que golpeaban sus espaldas de manera fraternal. El señor Pérez me acercó hasta dos hombres con el pelo blanco como la nieve. Miré a los hombres y rápidamente como un rayo mis ojos se fueron hacia el señor Pérez. Era como si hubiesen salido del mismo patrón.
— Este es mi hermano y él es mi padre— dijo el señor Pérez con una pequeña sonrisa y señalando a cada uno respectivamente. Después me llevó junto a dos hermosas mujeres.— Ella es mi hermana y esta señora es mi madre.— Cogió mi brazo con su frágil mano al tiempo que me invitaba a pasar a la sala.— Venga. Acompáñeme.
La luz de la sala era tenue pero cálida. Al fondo un paraban clásico de cuatro hojas ocultaba el féretro. En un sofá rinconera habían varias personas a las que saludé fugazmente. El señor Pérez me presentó a sus dos hijos que estaban de pie junto a unas sillas ocupadas por tres mujeres de diferentes edades; me las presentó como sus hijas. Cuando hube acabado de saludar me dirigí hacia el cristal por el cual se podía ver el féretro. No daba crédito a lo que estaban viendo mis ojos. Me hubiese gustado tener un espejo frente a mí para poder ver la cara que puse en ese momento. Cerré los ojos por un instante y cuando levanté los parpados de nuevo seguía viendo a la misma persona en el ataúd. Una voz grave me sacó del asombro.
— El parecido conmigo es asombroso ¿verdad?— dijo el padre del señor Pérez refiriéndose al difunto.
— La verdad es que sí— apuntó el señor Pérez.— No puedo negar que soy tu hijo.
Entonces, las piernas me temblaron, las manos se me volvieron frías como el hielo y todo mi cuerpo empezó a transpirar como nunca lo había hecho. El difunto era el señor Pérez. Pero si el cuerpo que yacía sin vida tras el cristal era el del señor Pérez ¿cómo podía estar junto a mí? Un sueño, me dije. Eso es. Es todo un sueño del que ahora despertaré. El señor Pérez posó su mano sobre mi hombre y me serenó. Después dijo:
— Dicen que los niños pueden ver espíritus. Dicen que es un don con el que se nace y, si no se desarrolla, con el tiempo se pierde. Los niños puede ver espíritus porque tienen un buen corazón.
— Pero… entonces…su padre…— mi pronunciación era tarda y vacilante.
— Mi padre y mi madre fallecieron hace muchos años. Mi hermano falleció el año pasado.— Me informó el señor Pérez.— Un infarto cerebral. Estuve dos semanas en la UCI pero cuando salí las cosas se fueron complicando y mi llama interior se fue apagando poco a poco. Hasta que anoche a las nueve mi alma emergió de mi cuerpo.— El señor Pérez se volvió hacia sus hijos y con voz queda continuó.— Ellos sufrieron más que yo. Pero mire. Ahí están los cinco unidos como si fueran uno.
— Tiene razón se les ve muy unidos— dije.
— Nunca he tenido dinero. Solo el justo para sobrevivir. Nunca he podido darles lo que se merecían en realidad pero hasta mi último suspiro han estado todos juntos.— Hizo una pausa. Pude ver como sus ojos se llenaban de lágrimas. Volvió a posar su mano sobre mi hombro y con voz severa me ordenó.— Deje de ser tan soberbio y arrogante. Usted nos puede ver porque en el fondo es un hombre con un gran corazón.
— Pero la vida...— quise decir.
— Puede ver lo que es la vida. — me cortó el señor Pérez.— Todo su dinero no le evitará de estar, tarde o temprano, en una caja de pino. El dinero puede darle comodidad y tranquilidad. Pero el final está escrito y es el mismo para todos sin importar sexo, raza o religión.
Los cinco hijos del señor Pérez se acercaron hasta el cristal. Uno de los hijos pronunció unas palabras entre sollozos. La hija más pequeña se abrazó a él con un llanto alegre a lo que el resto se les unió. La imagen era de lo más hermosa; los cinco hermanos unidos en un gran abrazo conjunto. Al ver esa imagen una lágrima rodó por mi mejilla. Pero lloré igual que un niño cuando le quitan su juguete favorito, al ver como el señor Pérez se abrazaba a ellos con los ojos empapados en lágrimas.
De vuelta a casa, con cada paso que daba, aparecía en mi mente la imagen del cuerpo sin vida del señor Pérez : un hombre trabajador, sonriente, humilde, que lo único que buscaba en la vida era darle lo mejor a sus hijos, yacía sin vida en una sala refrigerada rodeado de flores. Las palabras del señor Pérez resonaron en mi cabeza: “Todos dejaremos este mundo tarde o temprano.” Tenía toda la razón. La muerte no hace distinciones a la hora de llevarse a alguien; igual se lleva al pobre que al rico; al humilde que al soberbio; al místico que al escéptico. No le importa la raza, religión o ideología.
La herencia del señor Pérez no era muy opulenta. Sus hijos no recibirían riqueza en abundancia pero, después de todas las adversidades, infortunios y desdichas que el señor Pérez había pasado, dejó el mejor legado que un padre puede dejar a sus hijos. La familia está por encima todo.

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