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En el tren de las ocho VIII

  • Atane Sanz
  • 4 may 2015
  • 7 Min. de lectura

–... Por eso, mañana, si no estás muy cansado, podrías acompañarme. Te iría muy bien distraerte un poco.

–<<¿Qué me ha dicho? ¿Acompañarla?>> Claro, Laura. Nos conocemos desde hace años. Mañana estaré encantado de acompañarte.

–Maravilloso, cielo. Ahora te dejo para que descanses, se te ve cara de agotamiento.

Te recogeré a las siete de la tarde para ir a la exposición de mi amigo en el Museo Nacional Centro de Arte. Ya verás, te va a encantar.

El domingo por la tarde, como había prometido me esperaba Laura en el vestíbulo.

Fiel a su estilo vestía demasiado ceñida para mi gusto. Un top metalizado sin tirantes que apenas le tapaban las enormes tetas de silicona y una falda negra de tubo que marcaba demasiado sus caderas. Algo más acorde con sus medidas le sentaría infinitamente mejor. Pero para gustos los colores. La saludé con la sonrisa más natural que fui capaz de fingir y nos dirigimos a su coche que estaba aparcado justo en la puerta.

Nada más cerrar las puertas del vehículo se inclino para darme un beso en la mejilla, otra vez demasiado cerca de la boca. Reconozco que me empezaba a molestar esa proximidad. Nunca había hecho ascos a una mujer dispuesta, supongo que porque la atracción era mutua. En este caso no era así. Ella estaba claro que no opinaba lo mismo y durante el corto trayecto hasta la exposición, aprovechó cualquier cosa para rozarme la pierna o hacer algún comentario supuestamente gracioso para tocarme directamente el hombro o el brazo. Pero permanecí callado y no le corté. Debería de haberlo hecho en ese instante.

Las fotos expuestas eran…diferentes. No era algo con lo que estuviera familiarizado, pero tampoco se ha de ser especialista para saber si te gusta una foto o no.

Mientras contemplábamos un serie de fotos en blanco y negro sobre paisajes rurales, se nos acercó el autor, que por sus exclamaciones de satisfacción deduje que pretendía o era algo más que amigo de Laura.

En realidad me importaba una mierda lo que esos dos se traían entre manos. André o Martel, dijo que se llamaba, yo que sé, no le presté la más mínima atención. Ya se encargó la cotorra de contarle vida y milagros de mi presencia allí.

Quería regresar al centro y dormir. Al día siguiente tenía la última sesión de láser para terminar con muchas de mis cicatrices y después de descansar una semana entera, tomar decisiones. Aunque en mi fuero interno ya la tenía tomada.

Inventé mil y una excusas para que me dejara en mi habitación. Pero Laura no se dio por enterada. No tenía ningún interés en cenar, y mucho menos en pasar la noche con ella. Por mucho que insistiera en restregarme las tetas.

Y lo hizo, vamos si lo hizo. Hay personas insistentes que no entienden que no significa no. Nada más subir al coche para regresar, me aprisionó en mi asiento metiéndome la lengua hasta la garganta. Me lamió el labio inferior y sin saber porqué le dejé encontrar mi lengua. El asalto se convirtió en una lucha de poder, en la que ella intentaba con todas sus fuerzas derribar todas las barreras que le ponía. Aunque no estaba dispuesto a dejarme llevar habían pasado más de nueve meses desde que tuve sexo con una mujer y mi excitación se disparó.

Quise evitar la situación, pero Laura, completamente fuera de sí comenzó a desabrocharme los botones de la bragueta, metiendo su mano en mis calzoncillos para sujetar lujuriosamente mi creciente erección, mientras me besaba frenéticamente.

No sé como lo consiguió pero en un momento dado estaba sobre mí a horcajadas. Se había remangado la falda hasta la cintura y con su otra mano se acariciaba los labios de la vagina y el clítoris, hasta que se retorció por el placer que ella misma se estaba proporcionando.

Fue entonces cuando rompió el beso y untó mis labios con los fluidos de su deseo.

En cualquier otra época eso había bastado para que la tumbara rápidamente y la follara como si no hubiera mañana.

En esta ocasión no era así. Estaba chorreando y mi cerebro me repetía que yo no la deseaba, incluso su sabor en mis labios me resultó desagradable. Por desgracia mi cuerpo no estaba de acuerdo.

–¿Tienes un condón? –. Le pregunte fríamente. Se había convertido en algo mecánico. Una satisfacción momentánea como tantas otras, de las que he disfrutado en los últimos años.

Buscó rápidamente en su bolso, y sin ningún tipo de pudor me lo puso y se penetró así misma sentándose de un solo golpe sobre mis muslos y comenzando a moverse.

Solo quería satisfacer mis instintos sexuales, pero como si se tratase de una lección aprendida durante años, le acaricié el clítoris mientras con la otra mano le aferraba las caderas. Laura gritaba palabras inconexas hasta que se quedó rígida disfrutando de su orgasmo, en ese instante y con dos envestidas fuertes vacié mi semen en el condón.

Ya estaba terminado, no podía soportar tenerla cerca ni un segundo más. Así que la saqué de forma un tanto brusca para colocarla en el asiento del conductor. Encerré de nuevo mi pene aún con el condón puesto dentro del pantalón y me baje del coche.

Antes de cerrar la puerta me agache y le dije lo que pensaba.

–Lo siento mucho Laura. No quiero parecer grosero ni que existan confusiones entre nosotros. Esto solo ha sido sexo. Pero no volverá a ocurrir.

–Carlos, cielo. Somos adultos. Lo que ha pasado ha sido porque los dos hemos querido que pasara. Nos deseábamos.

–No, no te confundas. Solo ha sido un polvo. Y sin ánimo de ofender, ha sido un mal polvo.

–¿Cómo te atreves?

–Lo siento Laura, esto no debería haber ocurrido. Ahora me iré dando un paseo hasta el centro. Espero que entiendas que no vale la pena discutir por algo que no ha significado nada para ninguno de los dos.

En toda mi vida había sido tan grosero y desagradable con una mujer, pero no me arrepentía en absoluto.

Me sentía sucio, con náuseas, era lo más parecido a sentirme violado.

Cuando llegué a mi habitación me dirigí directamente al cuarto de baño.

Necesitaba quitarme de encima el olor de Laura, me metí bajo la ducha sin esperar a que saliera el agua caliente.

Jamás había echado un polvo menos satisfactorio que ese. Incluso masturbándome tenia orgasmos más placenteros.

Mi cuerpo estaba entumecido. Cerré los ojos y me sentí vacío. ¿Qué demonios estaba haciendo con mi vida?

El sonido de una llamada me hizo salir de la ducha sin secarme y buscar mi móvil entre la ropa sucia. Al sacarlo de la chaqueta me vino a la nariz el olor del perfume de Laura. Instintivamente me sobrevino una arcada, si hubiera comido algo podría haber dicho que los alimentos estaban en malas condiciones, pero mi estómago permanecía vacío, tan sólo tome un par de sorbos a un zumo de naranja durante el recorrido por la exposición.

La insistencia de la llamada me hizo reaccionar.

–Carlos, tío, soy Marcelo. ¿Te pillo en un mal momento?

–Hola, cabronazo. No me pillas nada. Estaba en la ducha. Se puede saber ¿A qué debo el honor?

–No cambias tío. Nosotros preocupados y tu pasando de nosotros.

–No me vengas con esas gilipolleces, hablamos justo ayer.

Has estado cuchicheando con mi hermana otra vez, ya me he enterado. Sabes más de mí que yo mismo. Por cierto, un día de estos me vas a tener que explicar eso de que tienes el número de Merxe y tanta llamadita. No juegues con ella Marce. Ha pasado por demasiadas cosas. Ándate con ojo, o puedo olvidarme que somos amigos.

–Venga Carlos, no te pongas así. Ya me conoces. No rompería nuestra amistad por nada del mundo. Además créeme que a Merxe la respeto como si fuera de mi familia. Desde que la conocí se convirtió en alguien muy importante para mí. La protegería con mi vida si fuera necesario.

–Marce…¿Estas enamorado de mi hermana?

–¿Qué? Anda…no digas más tonterías. Está visto que uno no puede ser caballeroso con las hermanas de los amigos.

–Ya hablaremos de esto en otro momento. ¿Para qué me llamabas?

–Ahora no sé cómo explicártelo, sin que seas mal pensado. La cuestión que hoy, hemos estado en la barbacoa de Antonio y Marta. Nos han invitado a todos. Tendrías que haber visto a la princesa Midala. Estaba espectacular…

–¿Quién cojones es la princesa Midala?

–¡Por Dios, que carácter! Es Raquel. Tu Raquel.

–¿Cómo que mi Raquel? Yo no tengo nada con esa mujer y lo sabes. Espero que no estés haciendo de mensajero y la ilusiones…

–Calla idiota. No me interrumpas más. La cuestión es que ha venido a la barbacoa, estaba preciosa con sus vaqueros y una camiseta ajustada que cortaba la respiración.

Se ha convertido en una más de nosotros. Y bueno… Por lo visto Bermúdez le ha tirado la caña.

–¿Qué?

–Anda, deja que termine de contarte. ¿Por dónde iba? ¡Ah! Sí, que Bermúdez le tiró la caña, porque la niña está de infarto. Creo que le dijo que no, pues el muy ganso llegó a mi mesa diciendo que seguramente era frígida. El tío es más gilipollas de lo que parece. Bueno, que me voy donde estaba Raquel sentada, parecía muy pensativa y sin que me diera tiempo a decir nada, empezó a llorar y a contarme la historia más surrealista que jamás he escuchado.

–¿Porqué me cuentas esto a mí, Marcelo? Estoy cansado, mañana me espera un día horrible y tengo…

–Mira idiota. ¿Sabes qué? Te mando las fotos. Cuando las veas espero que entres en razón. Me sabría muy mal que Raquel sufriera más por esto. No se lo merece. Espero tu llamada imbécil.

Y así sin más me dejó con el teléfono en la oreja.

Terminé de ducharme y me puse el albornoz, cuando el móvil empezó a sonar con el típico pitido de mensaje entrante.

Doy gracias a Dios por darme la lucidez suficiente como para sentarme en la cama mientras abría una tras otra las fotos que me estaba enviando Marcelo.

En todas las fotos estaba Raquel con mis compañeros. En unas frente al fuego, otras con una cerveza en la mano. Marcelo tenía razón, estaba hermosa. Preciosa… Pero había una foto tomada desde lejos. No creo que supiera que se la habían hecho. Estaba de pie frente a un rosal. Su mano acariciando las espinas, no la rosa. La mirada perdida, su rostro triste… Fue un golpe en el pecho. La vi.

Raquel era mi pequeña secretaria. La muchacha del tren de las ocho. La que vivía en mi piso. La misma que me dio paz al escuchar su voz el sábado por la mañana.

Era tan preciosa. Su imagen triste, pero serena. Su cuerpo. Un cuerpo del que estaba seguro, nunca me podría saciar. La boca. Esa boca que me moría por besar.

Ciego, así había estado todo el tiempo. Mi corazón lo supo al instante y no le hice caso.

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