EL ADAGIO
- Diego Feliu Bernárdez
- 6 may 2015
- 3 Min. de lectura
Tecleaba con precisión el piano que presidía majestuoso el salón de la vivienda. Sobre la tapa de cola, un vaso de whisky repleto de cubitos de hielo que bailaban al ritmo de cada acorde. El pelo ensortijado le caía en cascada sobre los hombros y, debido a su entregada disposición a morir rendido a los pies de Mozart, las puntas rozaban las teclas y se deslizaban entre las blancas y las negras como acariciándolas. Sus largos y huesudos dedos presionaban sin cesar allí donde tenían que dar un Sol, un Re o un La. La composición inundaba la estancia y hasta los visillos de las ventanas danzaban al son del austriaco, no por efecto de las ondas sino, más bien, por el hilillo de aire que se colaba por sus marcos, ya desvencijados por el paso del tiempo.
Apoyada en el quicio de la puerta le observaba y escuchaba embaída, absorta… Sus brazos entrelazados y las piernas superpuestas colocando en punta aquella que flexionaba la rodilla. La cabeza, con su melena rubia alborotada, la apoyaba en el marco de madera. Estuvo así hasta que él acabó de interpretar el adagio del concierto para piano número 23 en La mayor. Entró sin hacer ruido, flotando sobre la tarima. Iba descalza. Se acercó por detrás, mientras él permanecía inmóvil, extenuado… Le abrazó, le besó y le acarició el cabello. Él retiró la banqueta y la sentó sobre sus piernas. Había algo que la inquietaba. Desde el alba las detonaciones habían sido ininterrumpidas y la probabilidad de que un proyectil de obús impactara sobre el inmueble era muy elevada. Él hizo amago de levantarse y ella se retiró quedándose de pie a su lado. Tomó el whisky y lo vació de un trago. Se incorporó y caminó hacia la puerta mientras ella le observaba con los ojos inundados. Empuñó un fusil de asalto que descansaba sobre un chester clásico inglés y abandonó la estancia sin girarse, sin dedicarle la última mirada, sin decir adiós. Al cabo de unos segundos desde el salón se escuchó una ráfaga. Procedía del patio de entrada. Se abalanzó hacia la puerta, giró apoyándose en el quicio y se plantó delante del portón de entrada a la vivienda. Tomó el pomo con fuerza con el propósito de girarlo y abrir pero se detuvo. Se apercibió de que iba desnuda, que no llevaba absolutamente nada encima. En ese instante escuchó en la escalera de acceso voces que procedían del patio. Acercó el oído y pudo identificar la lengua con la que se comunicaban los asaltantes: era el árabe.
Un sudor frío le exhaló por todo el cuerpo y el bello se le erizó. Corrió hacia su alcoba y la cerró con llave. Arrastró una cómoda hasta hacerla encajar como refuerzo y se sentó sobre la cama cubriendo su cuerpo desnudo con la colcha. Al instante pensó que era mejor vestirse. Saltó hacia el vestidor y se empantalonó el primero que encontró, un vaquero. Después una camiseta de algodón y un jersey de lana de color tostado y cuello alto. Volvió a la cama para volverse a tapar bajo la colcha pero en el último instante corrigió su dirección: se sumergió debajo de ella, donde de pequeña se ocultaba cuando no quería que la encontrasen. Bocabajo, con la mirada dirigida hacia la puerta, deseó temblando que no ocurriera nada.
De repente escuchó un fuerte golpe. Se imaginó que el portón de entrada había cedido, que alguien lo había franqueado. Las rodillas golpeaban contra el suelo de madera; no podía contener el nerviosismo… y el miedo. Por el sonido del crujir de la madera y de las cuerdas saltando supuso que el piano estaba siendo destrozado. El silencio volvió a inundar la vivienda. No era capaz de escuchar nada salvo los fuertes latidos de su corazón. Como si le hubieran dado un guantazo de boxeo, un estruendo la ensordeció, la puerta de la alcoba había saltado por los aires. Estaba aturdida y no fue capaz de interpretar lo que había pasado. Levantó los ojos y entre el espacio que se abría entre el borde de la colcha y el suelo pudo ver una botas militares. Una rodilla se clavó justo delante y una mano retiró la sobrecama. La cara de un hombre barbilampiño y cubierto con un turbante fue lo último que vio. Cerró los ojos y no volvió a abrirlos. De repente, las notas de Mozart inundaron su pensamiento. De la mano del Adagio se sintió paseando, casi flotando, por un jardín florido donde la belleza y la armonía parecían ser infinitas y eternas. Con la luz se desvaneció.

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