En el tren de las ocho XIII
- Atane Sanz
- 13 may 2015
- 8 Min. de lectura
Cuando desperté de nuevo me encontré con unos brillantes ojos negros que me observaban.
–Egunon eder.
–Buenos días–. Le contesté tímidamente, sintiéndome insegura de repente. No estaba acostumbrada a despertar con un hombre en mi cama.
Mis experiencias se limitaban a una cena un poco de sexo que me dejaba insatisfecha y cada uno a su casa. Nunca sentí la necesidad de acurrucarme con ninguno como con Carlos. Supongo que porque ninguno me hizo sentir como él.
Después de pasar la noche en sus brazos me estaba convenciendo de que el amor a primera vista existe. No me vi importunada por sus cicatrices, todo lo contrario, por eso tuve la necesidad de besarlas una a una y me embrujó la sensación en mis labios de su piel desnuda.
Carlos me tomó por la cadera hasta conseguir ponerme frente a él, regalándome una sonrisa que me llegó directamente al corazón.
Me encontré repasando con mi dedo índice la cicatriz de su cara que le abarcaba desde la sien izquierda hasta la comisura de la boca. Acerqué mis labios besando el camino de mi dedo hasta detenerme en su boca.
Él acarició con la palma abierta de su mano toda la extensión de mi espalda, mientras respondía con suavidad los pequeños besos que yo dejaba en su boca.
Era consciente de su cuerpo, que a pesar de todo lo que había sufrido, cicatrizaba a una velocidad vertiginosa, sin perder la perfección que un día tuvo y que me excitaba a niveles apabullantes. ¿Qué tiene este hombre que me atrae con tanta fuerza?
Seguía sin encontrar las respuestas que de manera vertiginosa pasaban por mi mente. Mi cerebro no encontraba las razones, y eso me angustiaba.
Carlos interrumpió sus caricias para apartarme un mechón de pelo de mi cara y ponerlo tras la oreja.
–Tienes los ojos de color miel más impresionantes que he visto en toda mi vida.
Anoche eran como luciérnagas, pero esta mañana brillan como la luz del sol.
No supe que contestarle, me sentía diferente, feliz, y al mismo tiempo tenía miedo de que pudiera creer que era una simplona sin expectativas como pensaba mi ex novio. Bueno, no era mi novio aunque eso era para mí en aquel entonces. Intenté quitarme de la cabeza esos oscuros pensamientos que me provocaban un nudo en la garganta.
–Gracias.– fue todo lo que pude decir, sin delatar el desasosiego que me desconcertaba
―¿Por qué me das las gracias eder? Solo te digo la verdad..
―Verás… quiero que sepas que yo no…no tengo por costumbre…quiero decir que para mí, a pesar de que nos acabamos de conocer… yo…
―shiss. Sé exactamente lo que hay entre nosotros y lo que quieres decir y no pienso nada raro. Todavía tenemos mucho que contarnos.
Nos conocemos desde hace tiempo. Sé que puede parecer una relación poco convencional, pero dudo… que otras parejas que lleven años juntos, hayan sentido, una décima parte de lo que yo… he sentido por ti en la distancia–. Me dijo a media voz, con un tono tan íntimo que cuando tomó mi mano y la puso en su pecho a la altura de su corazón, no pude evitar que todo mi cuerpo se estremeciera.
Cada uno de sus latidos era una señal de que esta vez lo había encontrado, que era el hombre predestinado para mí, y por fin dejarme llevar. Que me podría enamorar.
–¿Crees que existe el amor a primera vista?
―Te aseguro que sí, estoy convencido de ello–. Me dijo con una sonrisa que iluminó sus preciosos ojos negros.
―Vamos mi pequeña idazkari, ahora vamos a la ducha y luego tomaremos un buen desayuno para recuperar fuerzas–. Dijo con picardía guiñándome un ojo, para después cogerme en brazos y meternos a los dos en la ducha.
Por más que grité y pataleé no me hizo ningún caso. Tenía miedo hacerle daño con mi peso, pero no pude evitar que se me escapara la risa. Me encantó esa faceta juguetona sintiendo de nuevo mariposas en el estómago. Nos metió bajo el chorro de agua fría entre carcajadas. Y luego me besó.
―Me gusta tu risa.
Pero no le contesté. Las dudas asaltaron mi mente. Por un instante no quise que volvieran hacerme daño y me culpé a mi misma por comportarme como una chica fácil. Quizás no había sido tan buena idea entregarme tan rápidamente.
Aunque viendo la expresión de incertidumbre en la cara de Carlos decidí cambiar mi actitud y darle un voto de confianza a lo que estaba naciendo entre nosotros.
Decidida me abracé a su cuello con los brazos, rodeé su cintura con mis piernas y lo besé.
El bajó sus manos por mis costados hasta llegar a mis nalgas, clavando los dedos en mi trasero mientras me besaba con pasión.
Me aparté jadeando, cuando me quedé perpleja ante su mirada oscura que delataba sus intenciones.
Apoyándome en la pared de la ducha, Carlos adelanto una mano entre nosotros y enterró un dedo en mi sexo, lo metió y lo sacó, lo hundió profundamente y lo volvió a sacar para hacer círculos en mi vagina.
―No pienses, solo siente.
―Yo nunca he hecho estas cosas―. Dije con la voz entrecortada por la excitación.
―Yo tampoco, pero te sostendré. Mírame. No dejes de mirarme. Siénteme.
Asentí apenas con un hilo de voz, mientras él seguía torturándome con sus dedos.
―Voy a…Carlos, voy a…―.La intensidad de sus caricias desencadenaron mi orgasmo inminente.
―Dámelo, no cierres los ojos, Déjame ver lo que te hago sentir. Mírame eder.
Un gemido escapó de mi garganta sin darme tiempo a reprimirlo, mientras él continuaba con sus caricias, y todo se convirtió en prisas.
Mientras yo gritaba mi orgasmo, me penetró de una sola embestida adentrándose profundamente en mi sexo, a la vez que me devoraba la boca y recorría todo mi cuerpo con sus manos.
Carlos se vació en mí mientras yo saboreaba mi segundo orgasmo. Jamás había hecho algo así, y tampoco quería que terminara nunca.
A pesar de querer quedarme en esa postura para siempre, desenrosqué mis piernas de su cintura para aliviarle de mi peso; entonces Carlos cogió el gel de baño y tras ponerse una pequeña cantidad en las manos empezó a pasarlo por mis pechos, sin retirar su mirada lasciva de mi cara. Los acarició una y otra vez con sus manos ardientes y resbaladizas. Cuando se sintió satisfecho me puso bajo el chorro de agua para quitar toda la espuma, se agachó para lamerlos, primero uno luego el otro recibió las mismas atenciones, después tomo un pezón entre los dientes mientras apretaba el otro entre el pulgar y el índice, mientras yo permanecía con la boca entreabierta y jadeando por su adorable tortura.
Me giró con decisión indicándome que apoyara mis manos contra los azulejos de la ducha, me abrió más las piernas con un leve toque de su pie en mis tobillos.
Ya estaba duro otra vez y me penetró lentamente por detrás disfrutando de la profundidad que proporcionaba esa postura. Lo que empezó lentamente fue convirtiéndose en estocadas cada vez más rápidas y profundas, entrando y saliendo de mí, mientras se aferraba con sus manos en mis caderas.
Nos corrimos juntos, otra vez. Me quedé apoyada contra los fríos azulejos mientras intentaba regular mi respiración. Carlos contra mi espalda me mantenía sujeta por la cintura con sus brazos, apoyando su frente en mi hombro intentando conseguir un poco de aire para sus pulmones.
A pesar de que aún nos temblaban las piernas nos vimos obligados a terminar de ducharnos.
Nos vestimos lo más rápidamente posible cada uno en su habitación. Cuando me dirigía al baño para terminar de secarme el pelo, nos reímos a carcajadas pues no habíamos vestido casi de la misma manera. Pantalón vaquero azul, camiseta blanca y cazadora de cuero negro. Seguramente si lo hubiéramos intentado planear no nos habríamos puesto de acuerdo.
Carlos estaba realmente magnífico vestido de manera tan informal, sin olvidar sus inseparables gafas de aviador y el bastón que por prescripción facultativa todavía debería utilizar para no esforzarse demasiado.
Su fisioterapeuta seguramente se echaría las manos a la cabeza si supiera lo que habíamos hecho en la ducha.
Me sequé el pelo en tiempo récord, un pequeño toque de colorete y un poco de rímel en las pestañas era todo el maquillaje que necesitaba, di el último toque a mi aspecto subiéndome en mis zapatos de tacón alto.
Carlos estaba apoyado en el marco del ventanal que nos presentó. Cuando reparó en mi presencia me repasó de arriba abajo sin ningún tipo de disimulo. Se dirigió hacia mí tomándome por la cintura dándome un rápido beso en los labios.
―Estás preciosa. Pero será mejor que salgamos a comer algo rápidamente, si no quieres que te vuelva a desnudar.
Tomamos un desayuno tardío, o una comida temprana, en un pequeño bar en el casco antiguo. Estábamos famélicos por lo que no paramos de comer hasta no poder más. No creo haber tomado nunca nada tan sexi como pequeños sorbos de vino entre beso y beso de Carlos. ¡Dios mío! Me estaba enamorando de él tan deprisa que me dolía.
En cierto momento no pude evitar ponerme rígida al ver al grupo de compañeros que se acercaban a la mesa con pasos decididos, por supuesto mi reacción no pasó desapercibida para Carlos que se giró a mirar. Marga, Marcelo, Marcos, Bermúdez y como no, la pesadita de Laura, que por lo visto se apuntaba a un bombardeo.
Carlos palideció y no pudo esconder un repentino nerviosismo.
―¿Estás bien, Carlos?
―Sí, claro―. Pero apretaba mi mano como en busca de apoyo.
―Buenas, parejita―.Saludó Marcelo alegremente, mientras la pesadita de Laura se colocaba a la espalda de Carlos y lo abrazaba por detrás.
―Buenos días cielo―le dijo la muy descarada, pasando su asquerosa lengua por la oreja de mi Carlos.
―¿Qué quieres, Laura? ¿Cómo tienes el descaro de agarrarte a mí de ese modo, delante de mi novia? ―. Le advirtió Carlos soltándose de su abrazo y poniéndose de pie muy enfadado.
―Cariño, no te enfades. Sólo quería darte los buenos días. No creo que eso ofenda a nadie y menos a tu nueva amiguita. Además necesito hablar de un par de cositas contigo mi cielo.
―No tengo nada de qué hablar contigo Laura. Vete por donde has venido y en lo posible manténte alejada de mí, no quiero tener que repetirlo más veces.
Marcelo se adelantó y mirándola fijamente la despidió con un gesto de su mano en dirección a la puerta.
―Sois todos tan valientes― nos acotó con sorna. ― Ya veremos quién se queda con el premio gordo― Y salió del establecimiento con una sonrisa cínica en la cara y los puños apretados a cada lado de su cuerpo.
Carlos perdió el control, arrastró la silla hacia atrás con furia y se levantó para seguirla.
―No vale la pena―, intentó tranquilizarle Marga―Por favor, no permitas que os estropee vuestro primer fin de semana juntos― le decía sujetándole la cara con las dos manos. ― Hazme caso, hace mucho que conozco a esa perrita en celo. No le des el gusto.
―Lo siento mucho Raquel, yo no sé que le ha entrado a esa mujer que no me deja en paz, pero te juro…
―No pasa nada Carlos. Yo…entiendo. Vamos a olvidarlo ¿Vale? Marga tiene razón, no le demos el gusto.
Todos pusimos de nuestra parte para recobrar el buen humor, bueno casi todos, porque Bermúdez no dejó de mirarnos con su cara inexpresiva, como si en cualquier momento fuera a ponerse de pie y soltar por su boca una frase lapidaria para hundirnos en la más cruel de las miserias.
Marga entonces se puso de pie y con una sonrisa socarrona llamó al camarero.
―A ver, nos traes seis Muertes por chocolate* y una botellita de pacharán* que estamos de celebración.
Definitivamente nunca había comido y bebido tanto por la mañana, estaba tan llena que tenía que salir de allí y caminar un rato o reventaría como un globo.
Menos mal que tras terminar el suculento postre, todos dieron por finalizado el gran atracón y empezaron a levantarse para salir del pequeño bar.
Salimos a la calle de la mano y Carlos no tardó en acercarme a él tomándome por la cintura, para susurrarme al oído.
―Cuando lleguemos a casa te voy a llevar directamente a nuestra habitación. No he dejado de desearte en toda la mañana. Necesito estar dentro de ti.
Le miré sin saber que contestar y él me miró con ardor dejando su proposición macerando en mi cabeza. Apenas hablamos durante todo el camino de vuelta al apartamento. Cuando llegamos fuimos directamente a la habitación.

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