Ojalá
- Diego Feliu Bernárdez
- 15 may 2015
- 3 Min. de lectura
Abrió el cajón del escritorio buscando un bolígrafo con el que escribir. Removió papeles, tarjetas de visitas, fotos… pero no encontró ni un solo dispensador de tinta. Lo único que podía servirle era un pequeño trozo de lápiz al que le faltaba la punta. Lo tomó y lo introdujo en el sacapuntas de manivela y depósito de virutas que había anclado al borde de la mesa. Giró y giró y volvió a girar. Extrajo el lápiz y con la punta del dedo índice comprobó su capacidad incisiva. Acercó un poco más el sillón a la mesa, tomó una cuartilla, se arremango y escribió: “Querido silencio. Cuántas veces te he añorado. Cuántas he deseado que volvieras a mi. Pero hay algo en mi cabeza, en el interior de esta masa encefálica que mi sacristía craneal protege, que me impide disfrutar de ti. Es el canto permanente de un… ¡de una chicharra! Eso es, una chicharra dominguera y estival que agita sus alas a la sombra de un pino cuando intentas dormir la siesta después de zamparte una buena porción de tortilla de patata y unos filetes empanados. Esa chicharra vive en mi. Se instaló, en plan okupa, hace ya siete años -creo que fue debido a una sobredosis de Cialis caducados originarios de India- y desde entonces acompaña con su señuelo seductor todos los momentos de mi vida. De noche soy incapaz de conciliar el sueño porque ella se empeña en no proporcionarme sosiego. He de tomar dos miligramos de Lorazepan para relajar el cuerpo y, con él, también el cerebro. Es en ese momento cuando Morfeo me abraza y acuna hasta que deja de hacer efecto el compuesto químico. Entonces despierto. Son las cuatro, las cinco o, en el mejor de los casos, las seis de la mañana. Ella sigue ahí, con su eterno chirrido. Ha llegado el momento de acabar con su existencia, de aniquilarla. Y he pensado que la mejor forma de hacerlo es colocando la boca de la pistola que fue de mi padre en la sien y disparando de forma certera. Seguro que así volveré a sentirte. Seguro que volveré a disfrutar de ti. Hasta dentro de unos instantes”. Pensó que no hacía falta firmar la misiva; el silencio ya le conocía aunque hacía tiempo que no vivía con él.
Dejó el lápiz junto al papel y se incorporó. Retiró el sillón y en dos zancadas se plantó delante de la vitrina donde, escondida en una caja de madera, adormecía la Astra de 9 mm parabellum que en su día enfundara en la cartuchera su padre cuando iba de maniobras o se dirigía a su destino. Era la época en la que los miembros de una organización armada que pretendía la independencia de las Vascongadas, a base de sembrar el terror, tenían como objetivo las personas uniformadas, entre otros.
La empuñó. Cerró la vitrina y girando sobre sus pies se dirigió hacia el ventanal desde donde se contemplaba el jardín. Descorrió las cortinas para poder ver mejor. Se aseguró que en el cargador había como mínimo una bala, quitó el seguro y la armó. El brazo le calló al costado y un ligero temblor se apoderó de él. Con la pistola apuntando al suelo respiró profundamente. Cerró los ojos y lentamente fue alzando la mano hasta colocar el cañón a la altura de la sien. No conseguía mantenerla firme: los deseos de acabar con la chicharra se tropezaban con los de seguir viviendo. Presionó ligeramente el gatillo y… ‘click’, solo escuchó un ‘click’. La bala se había encasquillado. Debió de ser que de estar inactiva tanto tiempo el mecanismo de introducción del proyectil en la recámara no operó correctamente. Volvió sobre sus pasos hasta el escritorio y la dejó encima. En ese mismo instante, las piernas no aguantaron el resto del cuerpo y, por causa de un desvanecimiento emocional, es de suponer, se desplomó contra el suelo con tan buena/mala suerte que la esquina de la mesita de madera que su padre había comprado en Marruecos, cuando estuvo destinado en la plaza de Melilla, se la clavó en la nuca, quedando inánime.
Tuvo que ser la mesita marroquí y no la pistola española la que acabara con la chicharra y con su vida. En esos segundos en los que el cerebro aún se mantiene activo por el último discurrir sanguíneo le vino a la mente la frase del Corán escrita en filigrana árabe que bordeaba su contorno y que su padre en una ocasión le tradujo: Es Alá no hay más Dios que Dios, el Conocedor de lo oculto y de lo patente. Es el Compasivo, el Misericordioso. Es Alá no hay más dios que Dios, el Rey, el Santísimo, la Paz, Quien da Seguridad, el Custodio, el Poderoso, el Fuerte, el Sumo. ¡Gloria a Alá!
Ojalá nunca la hubiera comprado, fue su última reflexión antes de entregarse a la luz que lo ciega todo.

Comentários