En el tren de las ocho XVI
- Atane Sanz
- 17 may 2015
- 10 Min. de lectura
Capitulo 8 - Entre el cielo y el infierno
Carlos
Estaba harto de las visitas de Marcelo, de las llamadas de mi hermana y de ver mi vida a través del fondo de un vaso vacío, así que escogí beber solo y directamente de la botella.
Y ahí estaba de nuevo Raquel, pequeños detalles de ella por todas partes. Las sábanas de mi cama olían a ella. El champú y el acondicionador de su precioso pelo en el cuarto de baño. Los helados de chocolate en el congelador del frigorífico. Su novela sin terminar en la mesita de noche. Ropa interior en los cajones. La certeza de que toqué el cielo con la punta de los dedos. La evidencia de que la había perdido, por gilipollas, con letras mayúsculas. Por no pensar con la cabeza y dejar a mi cuerpo tomar decisiones, como siempre equivocadas.
<La quiero, la necesito y deseo odiarla por su intransigencia, por no dejarme explicar mi verdad, pero no puedo hacerlo. No puedo evitar ponerme en su lugar y la tormenta que se habría desatado en una situación similar>
Necesitaba hablar con ella, pedirle perdón. Pero no hasta que pudiera controlar las emociones que me estaban gobernando en ese momento.
Las ganas de estrangular a Laura no habían desaparecido. Mi cordura pendía de un hilo. Así no podía pretender recuperar a Raquel. Aún no. Apreté los ojos cerrándolos, la cabeza me daba vueltas por lo mucho que había bebido. Y me puse a reír de mi propia desgracia. De lo que había quedado del incomparable “quita bragas”.
No sabía cuanto tiempo permanecí tumbado en el suelo, intercalando risas y lágrimas y regodeándome de mi estupidez, hasta que el sonido de mi teléfono móvil me obligó a levantarme. Mi pierna seguía entumecida por lo que tardé más de lo debido en localizar el dichoso aparato.
–Hola imbécil– me saludó Marcelo siguiendo la línea de reproche de la última semana.–No quisiera despertarte de tu sueño reparador princesita. Pero te necesitamos.
–¿Qué ocurre, compañero? Tiene que ser serio cuando me llamas para decir que me necesitas, después de una semana tratándome como a una mierda.
–Ya hablaremos de eso idiota. Pero ahora te llamo por trabajo. Tenemos un derrumbe de una obra en construcción en el centro de la ciudad. De momento sabemos que hay quince obreros atrapados, no se puede determinar si están heridos, ni tampoco las causas del desplome del edificio. En este momento están en el lugar del siniestro tres dotaciones, pero te necesitamos a ti también.
Un considerable número de compañeros están en Pamplona haciendo una demostración de salvamento. Una especie de puertas abiertas o yo que sé qué historia.
Los voluntarios junto a Marga ya vienen de camino.
Prepárate rápido abuelita. Estaré ahí en cinco minutos.
Menos de quince minutos después estábamos en el lugar del siniestro.
Los compañeros que habían llegado antes estaban intentando abrir una especie de galería paralela para dejar entrar al equipo de rescate.
Viendo como se desarrollaban los trabajos y como jefe de salida, decidí junto al Capitán hacer una comprobación de los fallos estructurales y de zona para que no quedaran sepultados también los del grupo de rescate.
–Llévate a Bermúdez y dame algo lo más rápidamente posible.
–¿A Bermúdez?
–Si, ¿Algún problema Quirón? Tengo entendido que últimamente están… muy pendientes el uno del otro. ¡Vamos, vamos!
Bermúdez es un gilipollas, pero tenía que reconocer que su trabajo lo hacía con rapidez y eficacia.
Después de comprobar que no hubiera ningún tipo de cableado eléctrico o fugas de gas, comprobamos el alcantarillado.
Se había puesto un cordón de seguridad para que ningún transeúnte o vehículo no autorizado se acercara a la zona del siniestro.
Recorrimos los túneles de la alcantarilla que serpenteaba bajo el edificio siniestrado, seguramente deberíamos haber terminado en un tiempo récord, pero Bermúdez me confirmó una vez más que era un gilipollas desde su más tierna infancia. Aún no me explico como se puede ser tan imbécil.
–Esta parte parece estar asegurada, pero no me terminan de gustar las grietas que hay en el túnel. Las excavadoras de arriba podrían ocasionar un mal mayor. He hablado con Laura.
–¿Qué? Estamos trabajando, céntrate Bermúdez. Y no tienes que hablar nada con esa zorra.– le dije completamente irritado.
Tomando la señal del radio-teléfono que llevamos en el traje avise de la necesidad de asegurar la pequeña bóveda de alcantarillado que pertenecía al edificio.
El sonido seco de un crujido me tensó de pies a cabeza, antes de poder calcular que estaba pasando la pared de la bóveda nos cayó encima. La oscuridad y el polvo se adueñaron de todo.
La línea se mantuvo en silencio y un sudor frío comenzó a humedecer mi columna vertebral.
Tenía que mantener la calma. Estaba vivo, y aparentemente ileso, por lo que era mi obligación conseguir pensar y evaluar la situación, si no, se haría patente que mi cabeza estaba seriamente jodida.
–Bermúdez, no puedo verte. Dime dónde estás ¿Estás bien? Dame una evaluación de daños. ¡Bermúdez!
Silencio. Sólo se escuchaba a lo lejos el murmullo de un martillo compresor y algunos sonidos más apagados y difusos.
En la oscuridad me arrastré por el túnel hasta tocar la pared. Debido a que la altura de este, era inferior a un metro cincuenta, apoyé la espalda y me senté en el suelo. Tampoco podía estirar las piernas, dado que la anchura también era muy inferior a la longitud de las mismas. La postura me estaba matando, mi pelvis aún no estaba recuperada al cien por cien.
–¡Bermúdez! Contesta para poder saber donde estás– le grité mientras buscaba otra linterna de repuesto entre los innumerables bolsillos de mi equipo.
–¡Estoy aquí gilipollas! Te escucho a mi izquierda.
Bien, ahora lo escuchaba a mi derecha, lo que significaba que tenía el derrumbe más cerca de lo que pensaba. Estaba cometiendo errores de novato.
Mis manos temblaban de tal forma que me costó Dios y ayuda para sujetar la linterna de emergencia.
Todo mi cuerpo se estremecía. Imágenes mías rodeado por las llamas acudían a mi memoria como pequeñas puñaladas. Incluso un leve rumor de humo acudió a mi nariz.
–Lo de gilipollas es un título que tú te has ganado con mucho esfuerzo, no quieras compartirlo conmigo Bermúdez. Dime si estás herido y dame una estimación de cuan grave es tu situación.
–A ver apunta. Estoy a oscuras, me temo que tengo el brazo izquierdo roto y una presión enorme en la rodilla del mismo lado, creo que también está rota… Por lo demás nunca he estado mejor… Y no quiero que olvides una cosa, por si esto no termina bien… y no tengo otra oportunidad para decírtelo.
Quiero a Raquel desde que la vi en la estación de bomberos el primer día. Sé que Laura te montó una encerrona, ella misma me lo dijo, como también me dijo que la habías dejado preñada. ¡Me cabree tanto! Así que yo personalmente me encargué de avisar a Raquel para que te pillara. Ella tenía derecho a descubrir…lo cabrón que eres con las mujeres.
Por lo tanto…ahora es mi turno. La quiero para mí, y no me importa si tengo que mentir o suplicar…Pero Raquel va a ser mía.
La voz de Bermúdez sonaba muy lejana, jadeante, por lo que pensé que estaría bajo una buena cantidad de escombros. Tenía que adueñarme de la situación y mantener al gilipollas hablando, a pesar de que cada una de sus palabras era un puñetazo en mi estómago. Si alguna de sus heridas estaba abierta, la pérdida de sangre podía complicar más el rescate. Y cada vez que escuchaba sus palabras, me entraban más ganas de sacarlo de allí para darle un ladrillazo en su bocaza.
–Quirón a Capitán Ramiro, contesten. Cambio.–Lo intenté una y otra vez.
Necesitaba una señal del exterior y de paso no escuchar a mi compañero, el hijo de puta estaba poniendo a prueba mi paciencia– Jefe de salida a jefes de grupo. Cambio.
–Capitán Ramiro a la escucha. Quirón. Informa. Cambio.
Justo en ese momento, con esas palabras todo se puso en marcha, volvía a estar en modo de trabajo. El miedo que se había apoderado de mí se disipó como la niebla. No había humo, ni fuego que me comiera la piel poco a poco. Sólo la determinación y el bombero que conocía su trabajo porque era para lo que había nacido. Además tenía que ayudar a Bermúdez, el bombero, el compañero barra gilipollas.
Por fortuna conseguimos asegurar la zona. Bermúdez tenía una muy dolorosa fractura abierta en la pierna, motivo por el cual se quedó inconsciente. Fue lo mejor que pudo hacer. Si hubiera seguido hablándome de sus sentimientos hacia Raquel, lo habría matado con mis propias manos, mientras le metía el casco por el culo. No creo que esa imagen hubiera hecho buena propaganda del cuerpo de bomberos en las noticias de las 9.
Los quince obreros fueron rescatados con vida y trasladados urgentemente a distintos centros asistenciales.
Era tan fuerte la opresión que sentía en el pecho que cuando salí del alcantarillado ayudando a sujetar la camilla de mi compañero, no pude hacer otra cosa que levantar mi cara al cielo, dando gracias por permitirme salir indemne en esta ocasión.
Cuando miré al frente después de mi pequeña plegaria, estuve tentado de volver a dar las gracias. Raquel estaba allí, apoyada en el automóvil de Marcelo. Su pelo revuelto, producto de horas pasándose las manos entre sus hebras, sus ojos brillando como dos enormes trozos de ámbar, mirándome fijamente mientras se retorcía los dedos de las manos delatando su preocupación.
Verla allí parada, esperándome, fue como una inyección de esperanza en todo mi cuerpo. No me importó la mugre que me cubría, ni las palmadas de ánimo en la espalda por parte de mis compañeros, ni la sonrisa socarrona de Marcelo, como si fuera el gato que se ha comido al ratón. Después tendría unas palabras con ese engreído, pero ahora, necesitaba llegar a Raquel. Tocarla, abrazarla, decirle cuanto la necesitaba. No iba a pedirle perdón por algo que no había hecho, pero si necesitaba dejarle claro de una vez y para siempre que no la había engañado. Me jugaría nuestro futuro a todo o nada. Y yo lo quería todo.
Cuando finalmente conseguí posicionarme frente a ella, mi mente se quedó en blanco. Todo cuanto quería decir se borró de mi memoria. Mi gran discurso de descargo se fue literalmente a la mierda y mi cuerpo tomó el mando de mis actos abrazándola como si de verdad esa fuera mi última ocasión para sentir su calor, besándola para recordar su sabor y repitiendo entre beso y beso que no me dejara.
–No me dejes, no me dejes. No te engañé, te lo juro. No me dejes…
Mi viaje al infierno concluyó en ese instante, comenzando su camino de regreso al cielo con sus palabras. Dos únicas palabras, tan francas y a la vez tan grades que me devolvieron la vida.
–Te creo.– Y me abrazó con tanta fuerza que pensé por un momento que el aire que no llegaba a mis pulmones era causado por su agarre. La realidad era que con su fe en mí me hizo ver que ya no tenía que luchar solo contra mis cicatrices ni mis equivocaciones.
Sus besos se convirtieron en un símbolo de aceptación del hombre en el que me había convertido.
El mujeriego que fui, el despreocupado, el tullido, el amargado quedaban en el pasado. Carlos Quirón renacía como un hombre nuevo por ella, para ella. Cumplía de esa manera la promesa silenciosa que un día, no mucho tiempo atrás, le hice, mientras me despedía de ella mirándola desde mi ventana, minutos antes de que se subiera en el tren de las ocho.
< Espérame mi amor… Renaceré para estar contigo…No me olvides mi pequeña secretaria.>
Juro que ninguno de los dos respiraba en ese momento ni nos preocupaba que alguien nos estuviera mirando. Y nos miraban, valla si nos miraban.
–¡Señor Quirón, señorita Juanes! ¿Se puede saber, que demonios pretenden dando este espectáculo?
El impacto de la voz del Capitán Ramiro, nos trajo a la realidad de lo que nos rodeaba.
Cuatro dotaciones de bomberos, varios equipos completos de paramédicos y sanitarios, vecinos de las inmediaciones, curiosos y tres o cuatro canales de televisión estaban siendo testigos de nuestro reencuentro, tomando habida cuenta de besos, abrazos, suspiros y palabras propias de una situación que debería limitarse a la intimidad y que nosotros, de forma inconsciente estábamos haciendo en público.
Apreté los ojos para intentar pensar que hacer en ese momento y lo único que conseguí fue empezar a reír como un loco, ante una situación que debería haberme avergonzado. Raquel ruborizada, escondió su cara contra mi pecho, haciéndome partícipe de sus intenciones.
–Vámonos a casa exhibicionista.
Por supuesto que nos íbamos a casa, y si ella lo ordenaba no me quedaba otra que obedecer. Ahora definitivamente era un hombre emparejado. Raquel era mi mujer, mi patrona y como dice siempre mi madre “Donde manda patrón no manda marinero”
Como siempre Marcelo, mi amigo, mi hermano, estaba al quite y me lanzó las llaves de su mimado automóvil, para que pudiera poner tierra de por medio con el jefe y con los mirones. Por pura casualidad, mientras nos alejábamos hacia el horizonte sin poder parar de reír, le pusimos un toque romántico de esos que les gusta tanto a las mujeres dando por finalizado el espectáculo.
Aunque la realidad de tanta prisa era llegar lo antes posible a casa para poder quitarle la ropa a mi mujer y follarla hasta quedar inconscientes y no recordar el motivo por el que habíamos estado separados.
Me había hecho el propósito de hablar con Raquel, estaba clarísimo que teníamos que hacerlo para dejar las cosas claras de una vez.
Lo primero es lo primero, así que una hora más tarde y después de una ducha rápida en la que tuve que contenerme para no devorarla contra los azulejos del baño, la tenía en la cama tumbada boca arriba con todo su cuerpo esplendoroso al descubierto.
Avancé despacio pero con determinación. Su boca entreabierta y sus ojos expectantes miraban como con la punta de mis dedos acariciaba todo su cuerpo, memorizando cada rincón, cada gesto.
Busqué su boca, bebiéndome sus suspiros. No puedo explicarlo con palabras, pero ese fue el momento más sensual y erótico de toda mi vida.
Mis labios saborearon su cuello, dejando minúsculos besos en todo el recorrido hasta la clavícula, el hombro, descendiendo lentamente hasta sus pechos. Sus manos terminaron sujetándome la cabeza de forma irreverente cuando capturé entre mis labios un pezón.
Cada terminación nerviosa de mi cuerpo empezó a palpitar en dirección a mi entrepierna que luchaba por contenerse.
Solté el aire de los pulmones, dejando salir la tensión acumulada durante tantas semanas, el dolor y la angustia de nuestra injusta separación. Inspiré aire de nuevo, pero esta vez impregnado con su perfume, un aire con el olor de su piel. Mi excitación se incrementó aún más con sus gemidos, sus besos, sus abrazos. Porque eso era exactamente lo que necesitaba. Saborearla, besarla, abrazarla…amarla.
Esa noche, mientras acariciábamos nuestros cuerpos, mientras me acogía en su interior y nos besábamos sin parecer tener suficiente el uno del otro, lo que podría haber terminado en sexo salvaje y sudoroso, se convirtió en algo emotivo y puro.

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