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En el tren de las ocho XIX (FINAL)

  • Atane Sanz
  • 20 may 2015
  • 8 Min. de lectura

Diario de Raquel

Voy a aprovechar las últimas hojas de este diario. Si empiezo otro posiblemente será un diario conjunto. Carlos no quiere que tengamos secretos, aunque creo que lo que de verdad quiere es estar informado de todas y cada una de mis inquietudes.

Por fin conocí a mi suegra. Yo estaba aterrada. Pero no solo me abrió los brazos como una madre si no que me dejó muy claro que amaba su libertad tanto como a la libertad de sus hijos.

Por culpa de su afección cardiaca se quedó a vivir con su gemela Carmen, otra loca que se desvivía por su familia y sobre todo por su hermana. Juntas eran un ejemplo de vida. Ninguno de nosotros quería pensar si en un futuro nos faltara una de las dos.

Carlos se empeñó en comprar una casa adosada en una urbanización muy bien comunicada con el centro de Bilbao.

Cuando nos reconciliamos después del episodio de aquella…aquella…¡uf! Todavía se me atasca el nombre de aquella guarra. Sé que debería darme pena por ella, pero le tengo más rencor que lástima.

La cuestión es que volví al apartamento frente a la estación.

Estuvimos sin salir de allí tres días seguidos con sus tres noches.

El cuarto día volvimos trabajo cansados ojerosos, pero enamorados, muy enamorados.

No todo fue sexo en nuestra reconciliación. Que hubo mucho. Que todavía hay mucho. También hablamos, mucho, muchísimo. Y puse mis límites infranqueables.

1º No comparto a mi hombre. Nunca.

2º Mi hombre es mío. Siempre.

3º No me importa si el sexo es vainilla o de fresa. Si me ata o me da unos azotes, siempre que sea conmigo y solo conmigo.

Por suerte Carlos estaba más que satisfecho con esas condiciones y consideraba que esa era una vía de dos direcciones. Así que sentó las bases de nuestra relación visitando a Bermúdez que seguía convaleciente en el hospital para informarse en primer lugar de su estado. Al fin y al cabo era un compañero de trabajo.–“Por muy gilipollas que sea”–. Y después informarle de todo lo acontecido con “la guarrilla”. Tendría que llamarla por su nombre. Pero ponerlo en mi diario sería como dejarle un espacio en mi vida. Y me niego a que su nombre pase de generación en generación.

Bermúdez a pesar de todo es un buen hombre y por desgracia se dejó engañar. Supo pedir disculpas y se comportó como un caballero prometiendo que jamás haría o diría nada que pusiera en peligro la relación entre Carlos y yo. ¡Bien por él! Tengo entendido que ahora va detrás de la que es mi suplente mientras yo estoy de baja obligatoria. No es que me encuentre mal, al contrario, me siento mejor que nunca, pero esperar gemelos es muy pesado.

Estaba escrito que sería así. La genética funciona.

Durante la espera de mis bebés me dedico a acondicionar la que será su habitación y a cotillear con Merxe, mi vecina barra futura cuñada. De momento no he aceptado casarme con Carlos. Me da mucho miedo que se repita la historia de mi madre y quedarme plantada en el altar y embarazada. Puede que acepte, pero más adelante. No necesito un papel que me confirme que Carlos es mío.

Los que sí dieron el salto hacia el matrimonio y al libro de familia numerosa fueron Marcelo y Merxe. En menos de cuatro semanas después de su digamos, reencuentro, ya estaban casados y esperando. Marcelo siempre dice que perdió ver y disfrutar de su mujer embarazada. He visto a hombres felices, pero este…Se sale del gráfico. Está loco e irremediablemente enamorado de Merxe y de sus hijos. Porque para él, Antón, el hijo del primer matrimonio de Merxe, también es suyo. El niño había sufrido junto a su madre los malos tratos infringidos por su padre biológico. Así que para Marcelo compensarlo y darle la felicidad y la tranquilidad que todo niño se mereces se había convertido en su misión. Hay que decir que estaba funcionando. Eran amigos, cómplices y sobre todo se querían muchísimo. Idoia nació a las diez de la mañana ocho meses después de la boda de sus padres. Clavadita a su madre y con la sonrisa de su padre, esa niña cuando sea mayor va a hacer estragos en la población masculina. ¿Cómo una niña tan pequeña, puede ser tan bonita?

Antón por su parte como hermano mayor se encargaba de enseñarles como divertirse y chantajear emocionalmente a sus padres. Carlitos alias el llorón e Idoia la meona eran sus seguidores incondicionales. ¡Menudo trió!

Como pareja, Merxe y Marcelo son…No sé muy bien como decirlo, pero, es como si hubieran nacido para estar juntos. Se presentían. Si esa es la palabra. Están tan en sintonía, que saben en todo momento como se siente el otro. Da un poco de miedo ¿No?

Ahora somos vecinos. Incluso Carlos y Marcelo quitaron el pequeño muro que separaba los jardines de las casas. De esta manera vivimos independientes, pero tenemos una zona común para los niños y nuestras reuniones familiares. Ellos como buenos amigos y cuñados turnaban los vehículos y compartían gastos para ir al trabajo. De todos modos, estaba tan acostumbrados a cuidarse el uno al otro que se les hacía muy difícil hacer las cosas por separado.

Marcelo cambió su deportivo por un vehículo familiar, eso sí con todos los extras y detalles.

Una noche, mientras tomábamos una copa en la enorme mesa del jardín y cuando toda su prole ya dormía plácidamente en sus camitas, nos confesó sobre sus misteriosas escapadas por carretera.

Todos pensábamos que la razón era que le encantaba conducir y aprovechaba para llevarse a su ligue de turno, para pasar un fin de semana de velocidad y lujuria. Merxe no quería escucharlo. Prefería no saberlo pues se moría de celos.

Pues nada más lejos de la realidad. Marcelo aprovechaba sus días de fiesta laboral, para recorrer en su coche los setecientos kilómetros que separan Bilbao de Santiago de Compostela, para ver a Merxe aunque fuera un momento y a escondidas. Menudo Cyrano de Bergerac que está hecho.

Lo que demuestra que las apariencias engañan. Como el miedo que teníamos todos de que Carlos se enfadara con su mejor amigo por la relación con su hermana. Pues nada de nada. Hablaron, se abrazaron y se dijeron palabras cariñosas, de esas que utilizan los hombres entre ellos para demostrarse que son incondicionales los unos de los otros: “Serás capullo, que callado te lo tenias”.

De Luis Ramiro y de Marga. ¿Qué puedo decir de ellos? Sólo maravillas. Para mí, él es el padre que nunca tuve. Me cuida al extremo. Cuando Carlos no puede estar conmigo, o ayudarme Luis está ahí. Dando órdenes que es lo que más le gusta o acompañándome para asegurarse de que no tropiezo con mis propios pies. Incluso es él el que se encarga de acompañarme al cementerio para visitar la tumba de mi madre y mi hermano. Alega que Carlos es incapaz darme el abrazo fraternal que necesito en esas visitas.

Marga lo ha transformado. Bueno puede que los que no lo conocen bien, no hayan visto la diferencia, pero nosotros, su familia, lo tenemos calado. Ella, por su parte, hace con él lo que quiere. Y como lo quiere.

Van juntos de la mano en todo momento. Más por él que por ella.

Creo que tiene miedo que se le escape. La colma de atenciones y de regalos, a los que ella responde con una bronca por gastarse el dinero que él con tanto esfuerzo se ha ganado.

Cuando le dijimos que podría ser un poco más cariñosa se nos hecha a reír en nuestras narices y nos informa que no hay nada que al rígido Capitán Ramiro le ponga más cachondo que cuando ella le da la bronca con su dedo inquisidor. Y que su potorro gracias a eso está viviendo una muy satisfactoria segunda juventud.

Ojalá que Marga no cambie nunca. Creo que no sabría estar sin ella.

Hace el papel de madre con migo a la perfección y cuando la necesito se transforma en mi mejor y mi más querida amiga.

Está feliz al pensar que en un par de meses va a ser abuela y lleva la ecografía de mis pequeños en el monedero, para enseñársela a todo el mundo. No, ojalá que no cambie nunca, porque necesito a esa loba a mi lado.

Marga se encargó de poner la denuncia por acoso y amenazas en la policía para que detuvieran a…¡Vale! Para que detuvieran a Laura.

Un estudio médico le diagnostico una esquizofrenia severa, y el juez dictaminó su ingreso en una institución psiquiátrica dado que era tan peligrosa para ella como para la sociedad.

Sé que debería darme pena… pero lo siento. Aún no puedo. Quizás con el tiempo.

Epílogo

Había transformado nuestro dormitorio en una especie de cuento romántico. Las velas parpadeaban sobre las mesillas de noche, la cómoda y el alféizar de la ventana con vistas al jardín. Y allí estaba yo con el pelo y el cuerpo aún húmedo por la ducha y los ojos ardientes por la visión de ella, mi Raquel, que me miraba de arriba abajo con una pícara sonrisa y una camiseta azul marino con el dibujo de un enorme triángulo amarillo limón y debajo, del mismo color un mensaje que decía: Bebé a bordo.

Nos quedamos de pie uno frente al otro mientras mis ásperos dedos reseguían el contorno de su cara.

–Cada día que pasa estás más guapa, y hay algunas cosas que tienes que saber–le dije mientras le mordisqueaba el cuello y le ponía la carne de gallina.

–¿Qué es lo que tengo que saber?

–No pongas esa cara de asustada. Lo que tienes que saber es que cada día que pasa te quiero más. Que eres el amor de mi vida. Y que me pone muy, muy cachondo verte con el vientre hinchado por mis hijos.

La sorprendí con mi declaración y no paró de reír hasta que la deje tumbada en la cama y empecé a lamer sus pechos. Unos pechos mucho más grandes gracias al embarazo y que me volvían loco de deseo. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para dejar de tocarlos, besarlos y chuparlos. Sus pezones estaban tan sensibles, que se ponían duros como pequeños guijarros con el más leve roce.

Dado que estaba fuera de cuentas, nuestros encuentros sexuales no incluían la penetración. Pero por Dios que los orgasmos que me proporcionaba con sus pechos eran igual de satisfactorios.

Quería celebrar nuestro segundo aniversario y pedirle otra vez que se casara conmigo. Yo estaba feliz, encantado y empalmado. Raquel estaba preciosa y… mis hijos eligieron ese momento para venir al mundo.

Mi noche romántica con el amor de mi vida se convirtió en una noche inolvidable.

Aitor y Asier nacieron con la ayuda de una cesárea, porque como buenos chicarrones vascos pesaron dos kilos seiscientos gramos cada uno. Con una hermosa mata de pelo negro y los ojos dorados de su madre.

Alguien escribió una vez que la vida es como un viaje en tren, en donde los viajeros, se sientan a nuestro lado compartiendo parte del camino. Suben y bajan en las diferentes estaciones. Algunos nos dejan tristezas, otros, alegrías, muchos pasan desapercibidos. Pero entre todos esos compañeros de viaje, podemos encontrar a ese que sin esfuerzo se meterá bajo nuestra piel y nos hará desear que ese viaje no termine nunca.

Conocí a Raquel Juanes corriendo por el andén de la estación.

Quien iba a imaginar que ese día, a los treinta y cuatro años, roto y sin esperanzas, daba comienzo mi viaje con el amor de mi vida en el tren de las ocho.

FIN

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