top of page

La profecía de las ocho

  • Diego Feliu Bernárdez
  • 20 may 2015
  • 4 Min. de lectura

Algo me hacía presagiar que ese día iba a ser especial. Al despertar sentí que las campanas de la iglesia del Desamparo no habían repicado ocho veces, marcando la hora que señalaban las agujas de mi despertador, sino que lo habían hecho nueve. Pensé que estaba bajo de batería y que durante la noche se había retrasado una hora. Al llegar a la cocina para prepararme un café sintonicé la radio: son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Pues no, mi viejo compañero de mesilla no había fallado, como llevaba sin hacerlo hacía más de veinte años, desde que me lo compré cuando me emancipé y me fui a compartir piso con un colega de profesión. Entonces, me pregunté, por qué la campana ha picado una vez más. En ese momento no le dí mayor importancia y bebí a sorbos el café para no quemarme mientras soplaba y sujetaba el vaso como de pequeño me enseñaron para no escaldarme los dedos: el dedo índice en el culo y el pulgar en el borde, a la manera que tienen los magrebíes de beber el té. Tomé una galleta digestiva y me dirigí al baño. A los veinte minutos ya me encontraba aseado, vestido y dispuesto a emprender con ganas un nuevo día. Cerré la puerta de casa, pasé los tres cerrojos que la aseguraban y bajé los cuatro pisos por la escalera saltando los escalones de dos en dos. Al llegar al zaguán del edificio frené en seco al ver todo el suelo alfombrado por folletos publicitarios: tiendas de muebles, grandes supermercados, escuelas de idiomas e informática, sauna y masaje con final feliz, restaurantes chinos, pizzerías con servicio a domicilio... Comprobé si en la puerta aún colgaba el cartel de: No se admite publicidad. Si, allí estaba, pero ni caso.

Anduve por la acera hacia la confluencia con el parque y miré mi reloj, eran las 8:30. Alcé la vista, y las manillas del campanario señalaban la misma hora. Por esa curiosidad que uno no sabe a veces si es sana o perniciosa caminé en dirección a la iglesia. A la puerta, la única persona en toda la ciudad que te da los buenos días sin conocerte, el mendigo. Deposité 50 céntimos en la medía botella de plástico que me acercó y respondí al saludo: lo mismo le deseo. La nave estaba casi desierta, por no decir del todo. Al fondo, cuatro mujeres asistían a la misa de ocho que estaba a punto de concluir. "Id en paz", proclamó el sacerdote antes hacer la genuflexión apoyando las manos en el altar y retirarse a la sacristía portando en las manos el cáliz y la patena. Recorrí todo el pasillo central, hinqué la rodilla ante el altar, me santigüé y tracé una diagonal hasta llegar a donde se encontraba el cura.

-"¿Se puede?"

-"Sí, adelante".

-"Buenos días".

-"Buenos días. Dígame, en qué puedo ayudarle".

-"Mire padre, yo soy vecino suyo aunque usted no lo sepa, tampoco tendría porqué saber quienes lo son y quienes no. Y esta mañana me ha sorprendido escuchar nueve campanadas cuando en realidad eran las ocho. No sé si ha sido un error de mecanismo o que la Providencia ha estado despistada".

-"No juegue usted con la Providencia. El Señor puede ser imprevisible pero siempre da un significado a sus actos. Si usted lo dice, habrá sido así. Yo he estado liado en la preparación del oficio y no me he percatado del número de campanadas".

-"Entonces, cómo se explica la de propina".

-"No lo sé. Si quiere puede acompañarme al campanario a ver si somos capaces de averiguarlo. Podemos esperar a las nueve para ver si vuelve a añadir un pique más".

Seguí sus pasos. Estos me condujeron a la entrada de una inclinada escalera de caracol que parecía no tener fin. Él iba delante y, por estar más elevado que yo durante la ascensión, me fijé que con la sotana iba relamiendo todos y cada uno de los peldaños, limpiándolos de polvo.

-"¿Qué, cuesta ascender?"

-"Si, padre. Y yo con una galleta en el estómago".

Al llegar a lo más alto la temperatura había descendido dos o tres grados. Se sentía frío. Al hacer acto de presencia las palomas que allí estaban echaron a volar como lo harían cada vez que sonaba el tañer de la campana. Eran las nueve menos cinco.

-"Al parecer tenemos que esperar un poco para ver si la historia se repite", comentó jocoso el sacerdote mientras yo me subía el cuello de la americana y me cerraba las solapas para soportar mejor la brisa que por esas alturas corría.

La ciudad se disfruta mejor desde las alturas. Ves cosas que jamás te podrías imaginar que pudiera haber en las terrazas y en los áticos: huertos, pistas de pádel, jardines exóticos... y otras más habituales: tendederos llenos de coladas puestas a secar, bicicletas, antenas, muchas antenas de todo tipo y radio de acción, y ventanucos por donde se puede robar la intimidad a las personas que habitan en esas viviendas.

De repente comenzó a sonar un extraño ruido que venía de una caja metálica adosada a uno de los pilares que estructuran la espadaña de la campana.

-"Ahora", dijo el cura. Dong, dong, dong.... dong. "¿Los ha contado bien?"

-"Han sido diez", le dije.

-"Pues es cierto", reconoció. "Vamos adelantados una hora. Lo que no comprendo es... por qué ha ocurrido a las ocho por primera vez".

-"Déjeme adivinarlo. El Señor quiere adelantar el final del mundo viendo la que se nos viene encima".

-"No le faltarían motivos para ello, pero espere a que llame al relojero y seguro que él encuentra otra explicación".

Cuando descendía, yo en primer lugar, presentí que alguna extraña profecía iba a cumplirse. Al llegar a la puerta de acceso al templo todas las losas funerarias del suelo estaban levantadas y los difuntos, nobles, grandes burgueses y aristócratas, además de algún que otro benefactor de la Iglesia, recorrían la nave. Eran esqueletos recubiertos de ricos hábitos, adornados con joyas y pedrería y totalmente empolvados.

Los sillares de la iglesia comenzaron a ceder y los arcos mudéjares del techo se desplomaron sobre mi. Elevé los brazos para taparme el rostro y grité con desesperación.

El sonido retumbó en la habitación. Me encontré incorporado en la cama, con taquicardia y la frente sudorosa. Miré alrededor y me detuve a observar la circunferencia del despertador, eran las ocho de la mañana y éste se puso a sonar.

c30a.jpg

 
 
 

Commentaires


 Buscar por tags 

S

Suscríbete para Obtener Actualizaciones

¡Felicitaciones! Estás suscrito

EL ABISMO

bottom of page