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Nada

  • Canet
  • 22 may 2015
  • 2 Min. de lectura

Tempranamente conocí el sabor de las lágrimas aunque sin saber por qué. De niño solía ocultarme para sollozar para que mis padres no supieran nada: Un niño de seis años que llora sin interrupción era un mal augurio que ellos no merecían. Lloraba y lloraba desconociendo la razón, aunque no era infeliz -qué triste e indomable absurdo-. El ángel de la guarda que me asignaron no era lo que se dice hablador: esculpido en escayola y anestesia, se mantenía callado durante horas vigilando mi torpe progreso; pronto me acostumbré a su figura inevitable y reservada. Nos desafiamos varias veces en combates de miradas pero nunca contestó a ninguna de mis dudas. Un día, huyó sin decir adiós, dejándome una misiva con tinte de náuseas en mi mesilla: “no olvides que estás formado de barro, mierda y sal, como la tierra que pisas; tu bondad será tu felicidad, y la crueldad tu eterno pesar." Se llevó los misterios y la palabra, me dejó la tristeza y sus devastaciones. Durante cierto tiempo le extrañé, pero entregado a crecer y a fracasar pronto abandoné sus consejos. A veces me visita por las noches para condenar lo infantil y mezquino que soy, y lo poco que he profundizado sobre la vida -soy uno de sus tantos propósitos frustrados-. Yo le digo que se equivoca que a día de hoy no necesito ocultarme para llorar: He aprendido a esconder la delatora lágrima en las orillas de una risa ruidosa. Aunque lleva razón en todo el desgraciado ángel. Continúo llorando como cuando era un niño y continúo sin entender las razones. Quizá no haya nada que comprender ya que seguramente no hay nada. Por eso lloro sin motivo.

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